Educación y práctica de la medicina

El internista del siglo XXI

Carlos Sánchez

 

En la memoria colectiva el médico era el médico familiar, el de los campos y los pueblos. Aquel representante, como el notario y el cura, de la unión entre las generaciones. Testigo y actor de los nacimientos, el médico conocía los secretos de las familias, las debilidades de cada uno, pero también las riquezas del corazón y del espíritu de sus miembros. Siempre disponible, dedicado, cariñoso pero desprovisto de grandes medios terapéuticos; espectador activo de los primeros y últimos instantes de la vida, el médico encontraba su lugar no muy distante del de las comadronas. El hospital era el lugar donde los pobres morían. En las grandes ciudades ejercía el profesor, muchas veces inabordable. Este doctor emitía conceptos definitivos que, en ocasiones, podían trastornar una vida.

Hoy, los campos se han urbanizado y existen muchos médicos. Los periódicos, la radio y la televisión facilitan el saber. El oficio médico ya no es exclusividad de los hombres. Las gentes hablan "del doctorcito" y muchos médicos, si no la mayoría, son asalariados. Muchos no tienen la libertad de prescribir, otros deben regirse por un formulario. Los especialistas y subespecialistas proliferan. El valor de la consulta es impuesto por la seguridad social o las empresas de medicina prepagada . Ya no se trabaja liberalmente y tanto a nivel gubernamental como privado, se incorporan los médicos en equipos de trabajo estructurados e interdisciplinarios, dependientes de grandes organizaciones de atención en salud, lo que conlleva un desestímulo de la práctica privada individual.

Al hospital se le quiere convertir en el templo donde los sabios poseerían todo aquello que el practicante no tiene: aparatos, laboratorios y medicamentos sofisticados. Allí trabajan los especialistas, los profesores, los técnicos de la máquina corporal. Los vínculos estrechos entre los cuidados, la investigación, la economía y de manera general la política, son de tal magnitud e importancia, que la medicina actual no se asemeja en nada a lo que era hace 50 años.

El concepto de lo que es o debe ser un médico ha cambiado ante los ojos de mucha gente. En las ciudades, el médico es frecuentemente percibido como un prestatario de servicio y un técnico de la salud. El grado de exigencia de los enfermos es, a veces, elevado e increíble (exigencias de medios y resultados).

Las bases profundas que condicionan el ejercicio de la medicina han cambiado menos de lo que la gente cree. Los grandes progresos en el conocimiento biológico y técnico son indiscutibles, pero gran parte de las consultas permanecen motivadas por el mal vivir, la insatisfacción y el estrés. Los médicos están casi tan desprovistos hoy en día delante de las dificultades del ser, como otrora lo estuviesen frente a las enfermedades del cuerpo.

Esto es cierto en particular en las grandes ciudades. La salud pública, los antibióticos, la cirugía, la imagenología y el laboratorio cambiaron profundamente la expresión de las patologías y las causas de mortalidad hasta el punto de olvidar lo s riesgos de la existencia. Incluso el SIDA con sus fatídicas perspectivas, no ha logrado variar el curso de los acontecimientos Paradójicamente, los hombres se destruyen sin aceptar realmente la necesidad de la toma de conciencia o de exigencia de que la sociedad debe protegerlos de ellos mismos. La velocidad en.las carreteras, la violencia en las calle, el tabaco, las drogas, el alcohol, se encuentran entre las primeras causas de morbilidad y de muerte. Las costumbres y las legislaciones cambian: un médico de edad madura conoció el drama del aborto clandestino y después la interrupción vountaria del embarazo. En un mismo servicio hospitalario, enfermeras y médicos hacen toda clase de esfuerzos para favorecer y proteger los nacimientos y paralelamente practican abortos de conveniencia, sin estar médicamente justificados (en el sentido de que el embarazo ponga en peligro la vida de la madre).

Entre las cosas que aparentemente cambian, evolucionan o se modifican, algunas parecen muy claras: la imagen del médico, las ideas que profanos e incluso médicos se crean acerca del oficio, la primacía dada al acto técnico en detrimento del acto intelectual y la mediatización de la medicina. La noción de "derecho a" tiende a extenderse no hacia el recibimiento de los cuidados médicos, pero sí a exigir la normalidad, la salud e incluso la imagen que idealmente se quiere tener (pregúntele a los cirujanos plásticos). Es en los dominios de la procreación y de la cirugía estética donde el cambio de la mentalidad es más impactante. Una de las tareas imperiosas de los médicos es resistir a las exigencias, no propiamente médicas, de los usuarios del servicio.

Los médicos estamos cada vez más implicados en la escogencia de la sociedad al tiempo que debemos ser los ejecutores. Es un fenómeno nuevo que se traduce tanto en forma positiva, como monstruosamente negativa. La obediencia de las leyes del Estado es un ejemplo bastante demostrativo. Las decisiones de los médicos son fuente de erogaciones públicas, fenómeno que es origen de grandes dificultades, de profundos mal entendidos y declaraciones demagógicas. Los médicos aparecemos frecuentemente como los usuarios del sistema. Esto aparentemente es lógico puesto que cualquier cantidad que se gaste en la salud de las personas y que es pagada por el grupo social, no se puede efectuar sin que un médico lo haya prescrito u ordenado. El autoconsumo de medicamentos, en revancha, parecía ser estimulado por la sociedad misma. De otra forma, los consumidores son los que pagan y los asuntos marchan: ya no se trata de "gastos ' de salud sino de actividad económica.

En cuanto a la medicina interna, se podría decir que esta disciplina es la resultante de una toma de conciencia. Durante muchos siglos no existió la Medicina Interna, pero había internistas, internistas sin saberlo pero que practicaban la medicina interna. Se contaba con médicos consultantes, médicos atraídos por un espíritu de síntesis y un deseo de orientarse hacia diversos tópicos de la medicina. No se hablaba de medicina interna por cuanto esa denominación no existía en nuestros países, mientras que en los países con tradición germánica o anglosajona, ya existían sociedades y revistas dedicadas a la medicina interna. Sólo en la década de los 60 se reconoció como especialidad en muchos países latinoamericanos, incluyendo a Colombia y Venezuela. A partir de ese momento los internistas tomaron conciencia de su afán de crear grupo con gustos, tendencias y obviamente, aptitudes comunes.

Con el pasar del tiempo se crearon dos clases de medicina interna. Una, que puede estar íntimamente unida a la paradoja de la medicina interna, es decir, que mientras más especializada y tecnificada sea la disciplina, es más necesaria la presencia del internista integral. Sin embargo, es evidente que entre más especializada sea la medicina, más difícilmente puede el internista definir sus limitaciones y su especificidad. Todo internista debe tener una visión sintetizada de la medicina, pero puede igualmente tener una predilección por uno u otro sector. En forma algo burda, pero ilustrativa, el internista podría ser el "decatloniano" de la medicina.

Es sabido que este tipo de deportistas pueden ser excelentes para una o dos pruebas y aceptables en el resto. Pero en su integralidad pueden llegar a ser campeones. Creo que un internista puede tener ciertas preferencias, como la cardiología, la neumología o la reumatología, pero esto no debe conducirle a descuidar el resto. Que algunos internistas se interesan por la inmunología o por la infectología, no tiene nada de sorprendente. Lo importante es que no olvide el todo.

No obstante, la medicina interna no puede evocar la pretensión de ser enciclopédica, puesto que es indudable que muchos aspectos se le escapan al internista, primero, porque no puede tener una formación científica suficiente y segundo, porque su papel no es enfrentarse y resolver situaciones ultra especializadas que exijan una preparación determinada o exploraciones fundamentadas en una alta tecnología.

De esta encrucijada nacieron los dos tipos de medicina interna: la integral y la subespecializada. Esto conduce a una reflexión sobre la forma como los especialistas deben estructurarse. Cuando los subespecialistas tienen una buena formación como internista y se orientan hacia una especialidad, el campo de acción se restringe pero conserva el concepto de integridad. Si los subespecialistas desde el comienzo toman el camino específico y por qué no decirlo estrecho, no son internistas.

Es necesario conocer, valorar, aunque no dominar, aspectos obligatorios para ser internista. Entre ellos la cardiología, la neumología, la nefrología y la reumatología, bajo el marco integracionista de la inmunología y la genética. Con el pasar de los años esta lista queda incompleta si no se incluyen la geriatría y la epidemiología, que permiten al internista conservar el concepto panorámico de la medicina. Posiblemente muchos otros aconsejarán otras modificaciones curriculares; modificaciones posibles si no se olvida que el internista es un profesional maleable que se adapta y evoluciona y muchas veces precede la evolución, o por lo menos, prevee esta evolución.

La lectura de revistas como el New England Journal, Lancet, La Presse Medícale y otras, facilita el abordaje de sujetos pluridisciplinarios, provenientes de horizontes diversos. La reflexión, con la lectura de estas publicaciones, conduce a la comparación y al aprendizaje con otras disciplinas.

La erudición y capacidad clínica que tanto apreciamos en nuestro profesores, la capacidad de discernir acerca de la enfermedad y del paciente mismo, sin duda son fruto de la experiencia y de una sólida formación académica y humanística. Esto implica un gran esfuerzo intelectual e investigativo para estar al día. Son numerosas las revistas, libros y documentos que se deben consultar. Quizá no es exagerado afirmar que los internistas leemos por lo menos cuatro o cinco publicaciones periódicas. Y es optimista pensar que la mitad de ellas se revisan cuidadosa y juiciosamente. A medida que comienzan a llegar al escritorio nuevas revistas se incrementa el desasosiego nuestro al desear devorar el contenido pero enfrentados al percance de no tener el tiempo suficiente. El complejo de culpa crece casi paralelo con los cerros de revistas que colman la biblioteca. ¿Qué hacer entonces?

Probablemente debemos empezar por reconocer que los médicos no podemos, ni debemos ser simples consumidores de información y que la carrera desenfrenada en la que nos hemos matriculado no está justificada y que, en ocasiones, estamos haciendo juego a una necesidad creada de consumo. Por ello se hace perentorio clasificar las fuentes que ayudan a enriquecer el conocimiento, para apartarlas de aquéllas que, aunque aparentemente muy atractivas, terminan convirtiéndose en irrelevantes. El uso metodológico de los modernos sistemas de búsqueda bibliográfica por computador, al utilizar los bancos internacionales como Medline, Popline y Lilacs, entre otros, es una de las herramientas más valiosas en la actualidad, con un consumo de tiempo y dinero significativamente bajo.

En países como los nuestros, donde los recursos para la información científica y de personal son bastante limitados, el costo económico es mayor. Esta paradójica situación, donde es primordial la educación, debe ser resuelta. Significa esto que no deben ahorrarse recursos a costa de limitar el acceso a las vías de comunicación científica. Por el contrario, si la prioridad es llegar a hacer parte del mundo desarrollado, crear y sostener una biblioteca moderna no es un gasto sino una inversión.

Adicionalmente, hay que seleccionar las fuentes de consulta, porque con frecuencia se cuenta con muchas que no son las más útiles, ni apropiadas para el interés educativo de la institución. Es posible que estemos leyendo lo que no nos forma. Es aconsejable leer en primer lugar aquello que nos forma, en cambio de leer únicamente lo que nos informa. Es adecuado leer a los clásicos (de la medicina y la literatura), aquellas personas de generaciones anteriores que dedicaron tanto tiempo y que por momentos observamos con desdén, tal vez, guiados por la fogosidad de la juventud y la atracción por lo nuevo.

Quizá sea necesario empezar de nuevo, por el principio, aprender el humanismo, el arte, la filosofía, para ganar en sensibilidad y madurez, bases para forjar un juicio crítico, tanto ante la vida como ante los pacientes y, por ende, ante la formación médica.

Seguramente no es tarde para que nombres como Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Marañón, Mann, Camus, Kuhn y Poper adquieran tanta importancia como la palabra "Journal". Así, la información de último momento tendrá un terreno firme para ser cultivada y prosperar con mayor fecundidad.

El internista del mañana

En forma simplista podemos decir que el internista del mañana será fundamentalmente un buen médico. Ante la pregunta ¿qué es un buen médico? muchos responderán: es aquél que es sano de espíritu y cuerpo, inteligente y provisto de buen sentido, erudito, honesto y desinteresado. Infortunadamente el estudiante de medicina sólo es examinado y valorado ante una sola de estas cualidades: la erudición. Su aptitud ante el razonamiento, su habilidad, su cumplimiento, se evalúan en el hospital, pero en raras ocasiones se aprecian sus cualidades como persona, como individuo.

Al internista se le deben exigir las cualidades propias de cualquier médico; algunas médicas, otras simplemente humanas. Por sus estudios, su experiencia, la educación continuada, el internista obtendrá el saber y el saber hacer. Pero es necesario que también aprenda el saber ser: abnegación, delicadeza y psicología.

Conocimiento

Es lo esencial. Admitamos como dijo Rabelais: "Ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma", pero afirmemos que la mayor desgracia de un enfermo es tener un médico ignorante. Parafraseando la definición de cultura "que es aquello que queda cuando todo se ha olvidado", se puede decir que es necesario haber sabido mucho para conservar lo suficiente... y así no haber olvidado todo.

El primer deber del internista es el saber. El conocimiento se debe enriquecer día tras día. El internista es el eterno estudiante.

Espíritu de observación

Es el saber interrogar a un enfermo y analizar su psiquis a través de las respuestas.

Es el saber examinar, es decir, servirse de los sentidos: vista, oído y tacto. Parece fácil pero requiere una larga y paciente educación. El don de la observación se afirma cada día, reafirmando ser la base de la semiología clínica y radiológica.

Buen sentido y espíritu crítico

El buen sentido preside la escogencia que se hace dentro de las particularidades esenciales de un caso fundamentado en el conocimiento y la experiencia asimilada.

El espíritu crítico interviene en la selección de las técnicas y terapéuticas evitando el facilismo de las modas o el permanecer en la rutina. Es aconsejable no dejarse deslumhrar por las teorías nuevas, ni utilizar sistemáticamente las terapéuticas más recientes. Todo síntoma, todo acercamiento diagnóstico, todo enunciado pronóstico, todo programa terapéutico, todo resultado del tratamiento instaurado, debe ser blanco del análisis.

Es conveniente evitar toda conclusión prematura; la honestidad impone una autocrítica permanente. La duda permite al internista ser sincero consigo mismo, le obliga proscribir todo orgullo, o reconocer su incompetencia cuando fracasa en su objetivo.

El escepticismo, forma del espíritu crítico, es indispensable para no caer en lo sistemático o ser empujado hasta el negativismo.

Sentido de lo humano

La misión del internista como la de todo médico, es la de ayudar, tratar de curar y consolar. Toda terapéutica debe abarcar al hombre en su integridad.

El sentido de lo humano está hecho de comprensión, dedicación, paciencia, base de la vocación médica. El internista debe ser el hombre de la relación humana personal. El espíritu mismo del acto médico se fundamenta en la confianza del enfermo y en el conocimiento y dedicación del médico. Se desnaturaliza este acto cuando el enfermo cuestiona al médico como a un funcionario en una ventanilla o cuando el médico se comporta como un comerciante.

El internista no puede adquirir el proceder de un técnico como un relojero o un mecánico, puesto que el hombre no es una máquina, ni tampoco un cuerpo compuesto de órganos. Es una persona con una sensibilidad que le permite amar, temer, sufrir y a veces odiar. Por lo tanto, el internista debe ser el psicólogo que se adapta en palabras y gestos, con los enfermos provenientes de los más disímiles medios y entornos, de diferentes edades, sexos y razas. La medicina interna se ayuda de la psicología. El médico participa todos los días de los sufrimientos ajenos y vive en un ambiente a veces deprimente. La enfermedad, la incapacidad, la muerte, son cotidiana y cruelmente sentidas, especialmente cuando se crean vínculos afectivos, como es el caso de los enfermos crónicos o de los niños... La dureza de corazón es incompatible con la vocación médica.

Autoridad

Esta se fundamenta en las cualidades profesionales y humanas, permitiéndole al internista imponer a los enfermos y a la familia las decisiones indispensables. Se crea entre el médico y el enfermo un complejo: autoridadconfianza.

El prestigio del médico en general no es lo que fu e antaño, puede ser porque la medicina no parece ya tan misteriosa; o porque ciertos médicos adolecen de dignidad y autoridad.

Conciencia

Para que el internista conserve en la sociedad el lugar que se merece, es necesaria una conciencia. Volvemos a repetir lo que dijera Rabelais: "Ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma". La deontología médica recuerda al internista sus deberes frente a sus enfermos y colegas.

Entusiasmo

A pesar del esfuerzo continuo, de las dificultades, de los fracasos y la ingratitud, es necesario conservar el entusiasmo, uno de los vocablos más hermosos de nuestra lengua, puesto que significa "en Dios".

La profesión médica es bella entre todas, puesto que aborda los más grandes misterios de la vida y donde todos los actos son gestos de amor por el prójimo. "El bien más grande e importante de la vida, es el amor por su situación", dijo Montesquieu en el siglo XVIII.