Editorial

Violencia y autoridad en Colombia

Ismael Roldán

Ismael Roldán Valencia: Médico Psiquiatra, Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Colombia. Santa Fe de Bogotá. Por sus trabajos sobre la violencia obtuvo el Premio Nacional en Ciencias Sociales y Humanas 1995 de la Fundación Alejandro Angel Escobar, junto con la antropologa y profesora de la Universidad Nacional Myriam Jimeno y los coinvestigadores, profesores David Ospina (estadista). Luis E. Jaramillo (psiquiatra), José Manuel Calvo (psiquiatra), Sonia Chaparro (Antropologa). Resultado de la investigación fue el libro Las sombras arbitrarias, publicado por la Editorial Universidad Nacional en 1996.

Presentación

La alta incidencia de hechos de violencia en Colombia y la amenaza que siente cualquier residente de ser eventualmente alcanzado por ellos,conducen a una preocupación generalizada sobre su comprensión. Un conjunto de reacciones sociales espontáneas pretende incorporar la violencia a la cotidianidad, reduciéndola a sus expresiones mínimas y más aparentes, haciéndola trivial y dramática. Otras reacciones hacen énfasis en la naturaleza violenta social o biológica del colombiano, y algunas más la atribuyen a la desigualdad social o a la ausencia del Estado.

Los vastos alcances de las diferentes formas de violencia llevan a preguntas insistentes: ¿Somos ancestralmente violentos? ¿Proviene la violencia de nuestra cultura, de nuestra historia o, incluso, de nuestros genes? ¿Son la violencia y la agresión fenómenos colombianos, o más bien forman parte de la condición humana? De cierta manera, las respuestas teóricas retoman estos dilemas del sentido común.

Las explicaciones oscilan entre las visiones pesimistas de la sociedad, para las cuales "el hombre no es sólo una criatura tierna y necesitada de amor", que sólo se defiende cuando lo atacan, sino que cuenta entre sus disposiciones instintivas con una buena dosis de agresividad, como dice Freud (1), y las ideologías radicales, donde los responsables de la violencia son el orden social y las estructuras de la sociedad, con su naturaleza contradictoria y conflictiva.

Por el contrario, la violencia se entiende como un proceso interactivo, más que como fenómeno en sí mismo, y es definida como conjuntos de interacciones antagónicas donde al menos uno de los actores busca lesionar la integridad física o psicológica de otros (2, 3).

Los escenarios materiales, los patrones culturales e individuales de significación y la dinámica que los vincula, permiten acercarse al tejido de las relaciones intersubjetivas en las interacciones violentas. Se toman en cuenta no sólo las estructuras sociales con las cuales se tiende a diluir y a confundir la violencia, sino las situaciones, las condiciones y las interacciones violentas, que son formas a través de las cuales se revela un sistema cultural de valores y la configuración de la sociedad misma. El componente emocional individual parte de que los eventos no son agradables o desagradables en sí mismos, sino que se vuelven afectivamente positivos o negativos como resultado de su construcción, de sus sensaciones internas. Más aún, la agresión emocional como otros estados emocionales, es el resultado de redes de asociaciones y cogniciones en las cuales los sentimientos específicos (rabia, miedo), las reacciones físicas (sudoración, dificultad respiratoria, palpitaciones precordiales), las respuestas motoras (escape, ataque), los pensamientos, la memoria y los aprendizajes, están todos ligados entre sí en mayor o menor grado (2). Ellos conforman modelos psicoculturales que en su evocación sirven como guías de las acciones frente a determinadas situaciones de posible conflicto o molestia. Los significados culturales y los psicológicos tienen un sustrato común, forjado en las relaciones cotidianas, modelado y diversificado en la acción individual y colectiva, irreductibles a patologías o a idiosincrasias personales.

Agresión y violencia: discusiones de enfoque

Al reducir las formas de violencia a las puramente enfermizas, se falsean otras de sus manifestaciones, incluso más destructivas y peligrosas, como lo explica el psiquiatra Friederich Harker (4). De allí la tendencia a medicalizar su análisis, en desmedro del papel de las normas y de los valores sociales, de la orientación cognitiva y emocional dada por la cultura a los individuos, o del papel de la estructura social, reduciendo la investigación a los casos individuales y enfermizos.

Las explicaciones sobre la violencia, tanto de orden biológico como social, mantienen un debate continuo entre aquellos que relacionan la violencia con pulsiones psicológicas o biológicas innatas (1, 5) y quienes buscan su razón de ser en la estructura social, en las condiciones psicológicas, en la orientación cultural, o en el aprendizaje individual y colectivo.

Para el antropólogo Brian Ferguson (6), los diferentes enfoques sobre la agresión y la violencia pueden agruparse de la siguiente manera: los innatistas, quienes hacen énfasis en las condiciones filogenéticas de la especie; los ambientalistas, entre los cuales sobresalen quienes han sostenido que la agresión se causa por la obstrucción o la frustración al interferir el logro de una meta (hipótesis frustraciónagresión), o por distorsiones en la comunicación y en la percepción; y finalmente, las teorías que otorgan prioridad al aprendizaje, según las cuales la agresión es aprendida. De este último enfoque son de especial interés para este estudio las teorías psicognocitivas y de la cognición sociocultural, en la medida en que su propósito es conocer las estructuras de significación y los modelos compartidos, psicológicos y culturales, asociados a la violencia en la vida cotidiana. Las violencias delincuenciales o patológicas, individuales, colectivas o sintomáticas, siguiendo la expresión de Harker, no permiten, como a veces ocurre, su extrapolación a la cultura y a la sociedad, justamente porque representan casos extremos y particulares. Adicionalmente, diversos estudios muestran una correlación entre criminalidad y psicopatología, pero no es menos cierta la proliferación de criminalidad en grupos que no muestran enfermedad psíquica, de manera que la violencia trasciende ampliamente la psicopatología (7).

Desde el punto de vista psiquiátrico, la violencia es definida como cualquier conducta cuya meta es hacer daño a otra persona y surge cuando se rompe el balance entre los impulsos y el control interno del individuo. Así, una persona puede tener pensamientos o fantasías violentos, pero éstos se volverán actos violentos sólo cuando la persona pierde el control. En este sentido, la violencia se entiende como una forma de agresión destructiva.

Otra distinción importante se establece entre violencia emocional y violencia instrumental, entendiendo que la primera es "un comportamiento dirigido al daño verbal o físico de un blanco, que es instigado por algunas circunstancias que despiertan sentimientos negativos" (2), mientras en la segunda, la violencia es utilizada como un medio para conseguir ciertos propósitos, sin compromiso emocional desencadenante.

La teoría no pretende aplicarse más allá de ese contexto social, pero ha generado un abundante debate.

Etiología de la violencia

En este debate sobre la etiología de las conductas violentas, especialmente la posición de que la agresión es innata, vale la pena mencionar lo planteado en 1986 por un grupo de veinte científicos de la conducta, psicólogos, neurofisiólogos y etólogos de doce países diferentes y que quedó plasmado en la Declaración de Sevilla, acogida entre otras por la Asociación Psicológica Americana. Las conclusiones de esta declaración pueden resumirse diciendo que es científicamente incorrecto afirmar que hemos heredado la tendencia a hacer la guerra de nuestros ancestros animales, cuando sabemos que ésta es un fenómeno peculiarmente humano y que no ocurre en otros animales. La guerra es biológicamente posible, pero no inevitable; no es correcto afirmar que ella o cualquiera otra conducta violenta estén genéticamente programadas. Excepto en algunas patologías, los genes no producen individuos predispuestos a la violencia. No es cierto que el curso de la evolución humana haya sido una selección por conductas agresivas; el estatus dentro de un grupo es adquirido porla habilidad para cooperar. Los humanos no tenemos un cerebro violento, pues aunque contamos con un aparato neural para actuar violentamente, no hay nada en nuestra neurofisiología que nos impulse a realizar actos violentos.

El mito de que la rabia y la violencia son inevitables resulta atractivo para muchos y es usado como una defensa porque puede bloquear sentimientos dolorosos como el temor, la ansiedad, el daño, la culpa, la vergüenza, la desesperanza, y muchos otros (8). Esto permite a los individuos excusar y justificar sus actos de agresión porque tienen escasas elecciones frente a ellos. Pero la justificación de actos de violencia lleva a más tensión y agresión, en un círculo vicioso negativo que en ocasiones resulta difícil de romper.

Cabe preguntarse entonces si la agresión y la violencia siguen las leyes de la naturaleza o las reglas de la cultura, o si ambas están involucradas mediante procesos diferenciados en una evolución coadaptativa biocultural (9).

Las evidencias etnográficas y las psicológicas muestran que la agresión y la violencia pueden seguir la cultura y la naturaleza, de manera que lo que la agresión puede deber a la naturaleza es oscurecido por lo que debe a la cultura. Existe, pues, un largo camino para establecer cómo ocurren adaptaciones bioculturales en contextos socioculturales muy diversificados (9).

Aprendizaje, cognición y agresión

La agresión, concebida como una forma de interactuar con otros y de resolver problemas, es aprendida muy temprano en la vida y, además, es aprendida muy bien. Resulta difícil desaprenderla, a pesar de castigos ocasionales o aun frecuentes, y la conducta persiste bajo la regulación de cogniciones bien establecidas. Es por esto por lo que probablemente muchos programas de rehabilitación e intervención en la adolescencia y en la juventud han sido en gran medida infructuosos.

Según Eron, en la investigación sobre la agresión se ha seguido una ruta que va desde los instintos hasta las cogniciones. Eron y sus colaboradores han hecho intentos recientes para aplicar sus estudios en la prevención o la reducción de la agresión y de la violencia mediante intervenciones basadas en métodos cognitivos conductuales, obteniendo resultados diferenciados (10).

En síntesis, las ciencias del comportamiento se han desplazado en los últimos cincuenta años desde la agresión vista a partir de lo instintivo, hasta el aprendizaje de la agresión como una forma de resolver problemas interpersonales. Las condiciones que más conducen al aprendizaje de la agresión parecen ser aquellas en las cuales el niño es reforzado por su propia agresión, tiene mayores oportunidades de observarla en otros y, además, es objeto de ella. Los niños que crecen en tales condiciones asumen la conducta violenta como una norma y, por tanto, la ven como la respuesta apropiada en muchas situaciones interpersonales.

El enfoque de la teoría social cognoscitiva dirigido hacia los aspectos psicológicos e individuales de la conducta agresiva permite integrarse y complementarse con las teorías cognoscitiva y de la conducta humana como acción simbólica, envuelta en tramas de significación de la antropología.

Sombras arbitrarias

¿Cuál es la conexión entre las experiencias, los escenarios materiales, las situaciones y las representaciones sobre experiencias de violencia, y entre éstas y las violencias existentes en la sociedad? Sin duda, no se trata de afirmar que quien ha sido maltratado en su infancia será un maltratador o una persona violenta como adulto. Se ha estudiado lo suficiente desde el punto de vista social y psicológico para sostener que no existe una conexión lineal y correspondiente. Existen distintos factores de mediación que inciden en la forma como esa experiencia es traducida en acciones, cogniciones y emociones posteriores, en un abanico múltiple de posibilidades que van desde la identificación con la agresión como medio para resolver conflictos y diferencias y su utilización frecuente, hasta la pasividad o la elusión sistemática del conflicto. Se conoce (10) que un niño agredido puede identificarse con el agresor y con su comportamiento violento. Por el contrario, si en la relación median atributos tales como la ternura y el afecto, éstos le permiten distinguir al niño entre el uso de la agresión en sí misma y el uso de la agresión como medio ligado a un fin correctivo o disuasivo. En estos casos el niño no adopta la agresión como patrón para reproducir, y podría decirse que no se identifica con el comportamiento agresivo sino con el fin correctivo.

Por otro lado, no se trata tampoco de afirmar que el colombiano es violento. El argumento más bien propone que quienes han sufrido violencia durante la niñez, independientemente de que reproduzcan o no comportamientos violentos, comparten un aprendizaje, un marco cognoscitivo más amplio, resultado de sus experiencias y de los significados culturales asociados al uso de la violencia.

Ese marco aprendido está estructurado por la noción de autoridad, que se forja en las interacciones violentas desde niño y se continúa en los escenarios e interacciones sociales que se le asemejan y le sirven de retroalimentación.

Ese conjunto cognoscitivo sobre la autoridad tiene efectos en las acciones cotidianas humanas a través de sus cualidades performativas, como en general los tienen las representaciones (11. 12). ¿Cuáles son ellas en este caso?

La autoridad es aprehendida como una entidad impredecible, contradictoria, rígida y propicia a volverse en contra de la persona por pequeños eventos. No es confiable, no se puede acudir a ella en casos de conflictos, pues ante todo es entendida por sus aspectos de sanción y represión y no por los de protección o mediación. Esto de por sí no lleva necesariamente a acudir a la violencia, pero la favorece, pues ofrece el marco cultural y emocional para ella. En lo cultural, proporciona ese escenario por la significación que asume la noción misma, es decir, por los atributos por los que es reconocida y con los cuales se asocia (arbitrariedad, impredecibilidad, etcétera.) Estos atributos tienen efectos sobre la manera como se piensa y se vive en la sociedad, pues el concepto así formado no se limita a referirse a los padres o al ámbito familiar, sino que se generaliza.

En este aspecto no se encontró que las personas dijeran tan sólo que sus padres fueron violentos, sino que esa violencia se atribuye a ciertas características del agresor y de las situaciones, y además se vincula con una forma más general y más abstracta de las relaciones humanas, con modelos de relación con los vecinos, con la ciudad y con la sociedad. Los efectos emocionales del maltrato sufrido confluyen en el aprendizaje: tristeza, nerviosismo, desconfianza. Miedo y desconfianza son términos que las personas reiteran una y otra vez para calificar situaciones muy disímiles en el hogar y fuera de él, al describir cómo ven su vecindario, cómo eluden relacionarse con él cómo ven la ciudad, el país y ciertas instituciones que encarnan las autoridades. No sólo son formas de expresarse sobre ciertas situaciones, sino formas de actuar frente ellas y cómo manejarlas: poner o no un denuncio judicial, acudir o no a la policía, participar o no en acciones de vecindario, cómo actuar frente a conflictos en los cuales se involucraron. Si la autoridad y sus diversas encarnaciones locales (la policía, el juez) no son de fiar y más bien pueden ser amenazas, no lo son menos las figuras más lejanas y abstractas: la justicia, el gobierno, los políticos, el Estado.

Cabría preguntarse qué relación existe entre la credibilidad, la confianza, la legitimidad atribuida a las instituciones de autoridad y las violencias en Colombia. Existen varios niveles en los cuales la no credibilidad, en este caso asociada con la desconfianza sobre las relaciones en la vida social, y con la noción de la autoridad como confusa, equívoca y arbitraria, propicia el campo para acciones de violencia. No las provoca de manera inmediatista, en relación directa, pero las abona de varias maneras. Por un lado, el miedo y la desconfianza con los que se vive y se entiende la vida social se encarnan en las autoridades (personas e instituciones que las representan), de manera que, frente a situaciones de conflicto, la persona se siente inerme y solitaria. Por ello, muchos evitan lo que a su juicio los pueda colocar en una posible escalada de conflicto, lo que incluye interacciones cotidianas como las del vecindario, pero también y fundamentalmente, evitan reaccionar frente a acciones violentas presenciadas o conocidas, delincuenciales o de otro orden, y permanecen pasivos.

¿Por qué callan los que presencian crímenes? ¿Por qué claman los agentes oficiales sobre "la falta de colaboración con la justicia"? ¿Es esa falta de colaboración igual en otros países? ¿Se denuncian en ellos los crímenes y transgresiones en forma comparable con Colombia? ¿No son el silencio temeroso y la pasividad, que surgen de la desconfianza en la autoridad, aliados poderosos para el florecimiento de formas de violencia? ¿Es la sanción social colectiva sobre la ruptura de las normas igual en Colombia que en otros países? ¿No tiene que ver una cierta ambigüedad, muy extendida en nuestro país, frente a quienes rompen las normas, con la noción según la cual la autoridad no transmite normas con claridad, ni impone sanciones justas para todos, y por el contrario es circunstancial, comprable, maleable? No sólo es inútil denunciar una transgresión, es potencialmente peligroso, pues la acción de la autoridad es impredecible. ¿No deja esto el campo abierto para la impunidad en su sentido más general, que a su turno refuerza a los grupos extremos violentos? ¿No son la pasividad, la desconfianza y el miedo adaptativos a ese contexto social?

Por otro lado, se sabe que el miedo puede inducir también al ataque. Recurrir a la violencia es anticiparse a un ataque del otro. Dado el estado de desprotección de la persona, es decir, la incapacidad o el desinterés de la autoridad de proteger o intermediar en los conflictos, ¿no se convierte el ataque en una forma de defensa y de protección, así como el recurso a formas privadas de "justicia", basadas por lo general en el uso de la violencia? ¿Por qué en la sociedad colombiana actual vienen creciendo grupos especiales de "justicia" privada, si no porque la autoridad no merece confianza ni credibilidad? Por supuesto que, una vez iniciados, los conflictos adquieren su propia dinámica y lógica y tienden a reforzarse en círculo.

En Amor y odio, Eibel-Eibesfeld (13) mostró, desde el punto de vista de la etología, la importancia de los mecanismos vinculadores frente a los comportamientos agresivos. Allí señala cómo aquellos son los antagonistas naturales de la agresión. Los hombres tenemos un repertorio de gestos de humildad y conciliación, algunos de ellos innatos, como el llanto o la sonrisa.

Para que los gestos conciliadores sean efectivos, se precisa que el atacado tenga tiempo suficiente para emitir señales de sometimiento y que su contrario pueda captarlas. La obediencia a la autoridad y la lealtad al grupo pueden ser disposiciones innatas, pero son cultural e históricamente modeladas, especificadas, inhibidas o potenciadas (13). Es justamente la debilidad de los mecanismos vinculadores lo que recelan las personas del estudio. Esta debilidad recorre formas elementales de asociación, como el vecindario o el barrio, pero tiene la escala de la sociedad total. No es sólo que las oportunidades para forzar la cohesión social sean escasas para ellos, sino que la violencia y el crimen, como rupturas y afrentas, al decir de Durkheim (14), a la conciencia colectiva, no cuentan con la sanción institucional adecuada.

Referencias

1. Freud S. The Standard Edition, vol. 14, London: Hogarth Press: Instincts and Their Vicissitudes, 1915: 1957.

2. Berkowitz L. (1994) Is Something Missing? Some Observation Promted by the Cognitive-Neoassociationist View of Anger adn Emotionla Aggression. nI Huesmann, L, Aggressive Behavior: Current Perspectives. New York, London: Plenum Press, 1994.

3. Vargas A. Violencia en la vida cotidiana. En Violencia en la región andina: el caso Colombia, Bogotá, CINEP; 1993.

4. Harker F. Barcelona, Grijal;b o Agresión, 1973.

5. Lorenz K. Sobre la agresión: el pretendido mal. México: Siglo XXI Editores, 1978.

6. Ferguson B. (1984). Warfare. Culture and Environment, New York, Academic Press; 1984.

7. Fernández A. Psicología del terrorismo: agresividad y violencia. Madrid, Salvat; 1987.

8. McKay M, Rogers P, McKay J. When Anger Hurts, New York: MJ.F. Books; 1989.

9. Heelas P. Anthropological Perspectives on Violence. Universals and Particulars. In: Zygon, 1983;18(4): 375-403.

10. Huesmann R. London, New York, Plenum Press; Aggressive Behavior: Current Perspectives, 199. 4

11. Damatta R. Os discursos da violencia no Brasil, en Conta de mentiroso, Sete ensaios de antropología brasileira, Río de Janeiro, Rocco; 1993.

12. Jodelet D. La representación socia,l fenómenos, conceptos teorías. nI Moscovocis ed: Psicología social 11. Barcelona, Buenos Aires, Paidós, 19884: 469-494.

13. Eibel-Eibesfeldt I. Amor y odio. México, Siglo XXI Editores; 1986.

14. Durkheim E. La división del trabajo Social, México, Colofón; 1993: 1893.