Educación y práctica de la medicina
Dr. Mario Mendoza Orozco: Profesor Titular, Departamento Médico, Facultad de Medicina. Universidad de Cartagena. Cartagena de Indias.
En los primeros párrafos de "Las memorias de Adriano", de Marguerite Yourcenar (la traducción es de Julio Cortázar, un "enormísimo cronopio") uno puede leer la experiencia del famoso protagonista ante la enfermedad, y su reacción como paciente que se entrega al cuidado de un médico: ..."Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre. Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo"...
Resulta sobrecogedor el intentar
asomarse, guiados por la pluma
ágil y precisa de la insigne escritora,
al pensamiento de un hombre
que detentaba el poder de
Roma, que era lo mismo que decir,
hacia el siglo segundo, el
poder del mundo occidental, y
que, a los sesenta años, víctima
de una "hidropesía del corazón"
se sabe impotente ante la fragilidad
de la materia, somete su
cuerpo al escudriño de una persona
con quien no lo liga otra
relación diferente a la del padecimiento,
y se prepara para el
final: ...."Como el viajero que
navega entre las islas del archipiélago
ve alzarse al anochecer
la bruma luminosa y descubre
poco a poco la línea de la costa,
así empiezo a percibir el perfil
de mi muerte"...
La cita anterior puede servirnos
de punto de partida para reflexionar
sobre dos de las preguntas
filosóficas que más agobian el
pensamiento del hombre: el origen
de nuestra vida (que creemos
percibir pero que estamos
muy lejos de comprender) y
nuestro destino irrevocable como
individuos humanos: esa meta
remota y siempre ilusoriamente
postergada de la muerte. Entre
estas dos preguntas, ¿de dónde
venimos? y ¿hacia dónde vamos?
nos encontramos con la
otra incógnita central: ¿qué somos?
Para tratar de arrimarnos a
un puerto relativamente estable,
en medio de una marea tan llena
de incertidumbre, propongamos,
no más como una hipótesis, y
para tratar de utilizar un lenguaje
uniforme, que ese "somos" es
la vida que vivimos. Que somos
la vida que estamos viviendo.
Que antes de la vida no éramos,
y que no sabemos si seremos
después de la muerte. Que si alguien no está de acuerdo con la
hipótesis enunciada, y por lo tanto
cuestiona nuestra existencia,
y/o la suya, por lo menos, si no
somos, tendremos la presunción,
la creencia, de ser, como individuos
humanos, mientras exista
en nosotros la energía de la vida,
mientras ese "monstruo solapado"
de nuestro cuerpo no acabe
por devorarnos. Que si llegáramos
a ser algo después de la
muerte, sin duda no seríamos el
individuo humano que somos
ahora, que tiene un cuerpo animado
por una fuerza vital tan
incomprensible como cualquier
otro fenómeno de la naturaleza
que creemos comprender. Que
ese cuerpo está destinado a la
corrupción, a volver al polvo, a
retornar como algo reciclable a
la materia del mundo, a las moléculas,
los átomos y las partículas
subatómicas que forman el
desmesurado universo. Y que si
nuestro espíritu persiste, sólo lo
hará expresándose a través del
testimonio que hayamos podido
dejar de esta fugaz conjunción
de nuestro espíritu con nuestra
materia, que hemos llamado la
vida humana, nuestra vida. "Al
morir tan sólo nos queda lo que
hemos dado", ha dicho a propósito
Jacinto Benavente. Así es
que tenemos que aceptar que
nuestra vida, así como lleva implícita
nuestro origen, vale decir,
nuestro nacimiento, lleva
también implícita nuestro final,
vale decir, nuestra muerte.
Vivir es consumir instante tras
instante nuestro tiempo, agotar
los plazos, hasta que ya no exista
más futuro desde el cual fluya
la frágil corriente de nuestra vida,
la cual está hecha de un presente
inestable e intangible que desemboca
y nutre nuestro pasado,
que es lo que realmente somos.
La materia de la que están hechos
nuestros recuerdos es mucho
más firme que la que forma
nuestras esperanzas. Sin embargo,
siempre contamos que desde
el futuro, que realmente no nos
pertenece, desde donde aún no
somos, seguirá fluyendo esa mágica
corriente de las horas que
pertenecen a nuestra vida, que
nutrirán nuestro pasado. Nos parece
imposible que nos pueda
suceder la muerte. Sobre todo si
no hemos sido agobiados por la
enfermedad, por la verdadera enfermedad,
la que pone en evidencia
nuestra fragilidad como
individuos humanos. Porque la
enfermedad se vive, y el dolor
hace parte del presente de una
forma mucho más persistente
que el placer, y se imbrica en la
materia de la vida de una manera
diferente a la muerte, que de
alguna forma no nos pertenece,
o nos pertenece de una manera
incomprensible, en un territorio
cuyas coordenadas son evasivas
e inasibles. En cambio, la enfermedad
y el sufrimiento hacen
parte de nuestra experiencia vital
consciente, de tal forma que
nos pueden enfrentar bruscamente
a la posibilidad de la muerte.
Y la muerte es como el sol, que
no puede mirarse de frente, porque
nos deslumhra. Sin embargo,
yo creo, estoy convencido,
de que el verdadero amor por la
vida sólo puede cultivarse a partir
de la aceptación racional de
la muerte, y de la certidumbre
de que el futuro no nos pertenece.
Sólo entonces podremos valorar
plenamente la vida.
En el cuento "El Aleph" de Jorge
Luis Borges podemos leer:
"La candente mañana de febrero
en que Beatriz Viterbo murió,
después de una imperiosa agonía
que no se rebajó un solo instante
ni al sentimentalismo ni al
miedo, noté que las carteleras de
fierro de la Plaza Constitución
habían renovado no sé qué aviso
de cigarrillos rubios; el hecho
me dolió, pues comprendí que el
incesante y vasto universo ya se
apartaba de ella, y que ese cambio
era el primero de una serie
infinita... "
Borges se duele del cambio aparentemente
anodino en un aviso
comercial por medio del cual el
mundo le anuncia su indiferencia
ante la muerte de su amiga, de su
querida Beatriz Elena Viterbo; de
ese indiferente transcurrir del tiempo,
inocente como un niño e irresponsable
como un loco, ajeno por
completo a sus sentimientos como
individuo humano. ¡Borges, un
inmortal! ¡Borges, cuyo espíritu
está vivo aquí, en este momento,
en esta sala, gracias al hecho de
que yo lo he conjurado, al leer
este fragmento de su cuento! El
gran Borges se horrorizaba y nos
transmite con eficaz simplicidad
su horror al pensar en la injusta
tarea del olvido, en la devastadora
y continua acción de la muerte. Y
aun cuando no se refería a su propia
muerte, podemos percibir en
su relato, que él, de alguna manera,
la intuye en esa muerte ajena
que le arrebata a una persona querida,
a una persona que ha enriquecido
el pozo de su pasado, que
hace parte de su experiencia vital
como individuo humano. Podemos
percibir que Borges se anticipa
a esa sensación de sentir que el
universo también se apartará de
él, indiferente, después de su muerte.
Que siente que la supervivencia
de su espíritu estará sujeta a la
frágil memoria colectiva, quizás
a los caprichos de las modas literarias,
y del incierto futuro de
la literatura en un mundo cada vez más cibernético y quizás más
deshumanizado, lleno de pragmatismo
estéril, de fútiles estrategias
de mercadeo que nos agobiarán
hasta la náusea con su
abominable secuela de días del
padre, de la madre, del amor y
de la amistad y otras mustias
efemérides carcomidas de frivolidad
y pletóricas de hipersentimentalismo
monetario, de culto
al dinero y al poder del dinero;
de un mundo en donde la
mayoría de las personas son porque
tienen, pero no tienen porque
son, y otras pequeñas calamidades
cotidianas. Borges,
cuyo espíritu es literatura, es arte,
es poesía que son cosas comprobadamente
capaces de sobrevivir
al olvido , se sabe mortal.
Pero por eso mismo, se sabe
hombre, y se sabe irrepetible. Y
de esa certeza nace su capacidad
para saber darle el valor que
merecen a la vida y a la muerte.
Imaginemos ahora que hemos
muerto, y que el tiempo sigue
inexorable su curso, tendiendo
un manto continuo y tenue de
olvido sobre lo que hemos sido,
hasta aniquilar por completo la
memoria de nuestra presencia en
la vida, permitiéndonos quizás
asomarnos al recuerdo de alguna
persona que nos conoció y
que aún vive, tal vez por medio
de una fotografía antigua, en un
álbum mohoso, lleno de imágenes
de otros muertos y de paisajes
que ya no existen, pero que
nos fueron familiares en algún
momento; de casas derruidas,
donde vivimos alguna vez un
amor intenso; de antiguos paisajes,
que recorrimos muy jóvenes,
ya transformados e irreconocibles;
de bellas o terribles ciudades,
en las cuales estarían ausentes
las personas que alguna
vez amamos...
Un verdadero humanista aprende,
a través de la observación
continua de las manifestaciones
del espíritu humano, a valorar la
vida, en la medida en que también
aprende a aceptar la realidad
de la muerte. "Un poeta es
un hombre que sabe que va a
morir", dijo alguien cuyo nombre
se niega ahora a mi memoria.
O sea. es un hombre que
sabe que la muerte lo va a igualar,
tarde o temprano, con las
demás personas que comparten
su espacio vital. Si una persona
no está consciente de la realidad
de su muerte, no puede considerarse
un humanista. Parodiando
al gran poeta César Vallejo, un
humanista "no se jacta jamás de
respirar", y se cuida de caer en
el otro extremo: en esa curiosa
condición de la "hipertrofia del
alma" que mata la razón y conduce
hacia el fanatismo, como
lo menciona Milan Kundera en
su bellísima novela "La inmortalidad".
El médico tiene, como parte
esencial de su trabajo, que enfrentarse
al dolor humano, a la
enfermedad y a la muerte, y de
allí, derivar sus ingresos económicos
y obtener el equilibrio y
el bienestar al que tanto él como
su familia tienen justo derecho,
y sin el cual no le sería posible
progresar como profesional y
como ser humano. La falta de
progreso debe considerarse, en
este contexto, como un atraso.
Dicho de otra manera, los médicos
vivimos del dolor humano.
Si no hay dolor, si no hay malestar
(sea tanto del cuerpo como
del alma), no hay enfermedad.
Si no hay enfermedad, no se justifican
ni la medicina ni los médicos.
Entonces ¿cómo puede
ejercer esta profesión una persona
que no tenga una sólida formación
humanística? ¿Cómo
podría evitar que sus pacientes
se sintieran como el emperador
Adriano se sintió ante su médico
Hermógenes? ¿Cómo podrá
preservar la calidad, no ya de
emperador, sino más importante
aún la simple y esencial calidad
de hombre de sus pacientes?
Quiero, en este punto, proponer
varias ideas que han ido forjándose
en mi pensamiento en la
medida en que he ido avanzando
en la escritura de estas líneas,
aun a riesgo de ser injusto con
mi remoto colega Hermógenes,
pero basándome en las palabras
que Marguerite Yourcenar puso
en boca de Adriano:
1. Definamos el síndrome de
Hermógenes como cualquier
clase de padecimiento del paciente
que sea ocasionado por
una actitud deshumanizada
del médico o del sistema de
salud ante la enfermedad y
el sufrimiento humanos.
2. Categoricemos el síndrome
de Hermógenes dentro de las
enfermedades yatrogénicas.
3. Diferenciemos con claridad
a los individuos que sólo saben
medicina de los que son
médicos.
4. Definamos al médico como
a un profesional que, conociendo
con erudición los aspectos
técnicos y científicos
de su arte, conserve una actitud
humanística ante la enfermedad.
el dolor, la vida y
la muerte, que ayude a minimizar
los efectos que el
síndrome de Hermógenes
pueda eventualmente producir
en sus pacientes.
5. Definamos como técnico en
medicina a quienes sean
igualmente eruditos, estudiosos
y actualizados en sus conocimientos técnicos y científicos,
pero que consideren
que todo lo anterior es una
banalidad, una suerte de pedantería
o simplemente, algo
sin importancia.
6. Advirtamos, por último, que
el síndrome de Hermógenes
puede presentarse aún a pesar
de una actitud humanística
e idónea del médico,
algunas veces debido en parte
a prejuicios del paciente
que pueden ser difíciles de
vencer, y en otras debido quizás
a las debilidades de un
sistema de salud deshumanizado,
que de una u otra forma
tienda a deteriorar la relación
médico-paciente.
No quiero utilizar de una manera
simplista o peyorativa el término
humanista, reservándolo sólo para
las personas que posean una vasta
cultura literaria, histórica, filosófica,
artística, musical, etcétera,
tal como la definen los diccionarios,
porque yo sería el primero
en excluirme: soy sólo un fervoroso
diletante, pero no me considero
experto en nada, salvo en
duda. Sin desconocer que indudablemente
el hábito de la lectura
y cierto grado de erudición son
importantes en la formación de
valores éticos, quiero decir que
estoy convencido de que el humanismo.
además de conocimiento,
es en esencia una actitud personal,
una actitud ética ante los
diversos fenómenos vitales del
ser humano. Sin embargo, es
esencial advertir que el humanismo
es cualitativamente diferente
de la filantropía, en el sentido de
que su dádiva es más profunda,
desinteresada y sabia, y enriquece
tanto a quien la da como a
quien la recibe: nunca requiere
de agradecimiento, porque quien
da con humanismo lo hace con
tanta espontaneidad, que no considera
su acto excepcional, sino
natural. En fin, su dádiva jamás
podría asimilarse a una limosna,
que de alguna manera envilece a
quien la recibe y pseudoenaltece
a quien la otorga: la actitud humanista,
en su desinterés, iguala.
Es además una actitud estética,
en la medida en que el placer
de descubrir la belleza de sus
manifestaciones, nos incitará a
seguir escudriñando el espíritu
humano. Y es, por sobre todo,
una actitud de sana e incesante
curiosidad, de deseos de conocer,
aun cuando todavía no se
posean los conocimientos: con
el transcurso del tiempo la persistencia
algún día mostrará el
esplendor de sus frutos. Es también
una actitud que poco a poco
propiciará en quienes la practiquen
una particular tolerancia
hacia las diferencias y un respeto
por los derechos de las demás
personas, incluyendo claro está
a los pacientes. Una actitud que
nos permitirá aprender no sólo
de quienes aparenten ser más instruidos
que nosotros, sino también
de los que no ostenten ni la
riqueza de los conocimientos ni
la elocuencia de la expresión,
sino apenas una postura simple
o un humilde concepto digno de
tener en cuenta. Una actitud que
incluso nos permitirá aprender
de quienes se equivoquen, para
no imitarlos.
Por último, creo que el verdadero
humanista mostrará siempre un
profundo respeto ante los grandes
misterios de la vida y de la
muerte, que persisten y persistirán
inviolados, pese al gran despliegue
tecnológico y científico
de las últimas épocas, y al que
habrá de seguirlo en tiempos futuros.
Ese humanismo nos permitirá
darle cabida, sin perplejidad
ni vergüenza, a la realidad de
nuestra fantasía en la cotidianidad
del ejercicio profesional y de la
vida misma, para así poder residir
en nuestro huidizo presente
con los pies en la tierra, pero con
el pensamiento lleno del deleite
por lo que no es simplemente
material, utilitario o pragmático.
Al mismo tiempo nos permitirá
continuar siendo cuerdos, pero no
prisioneros de la cordura, dueños
de un espíritu que sea capaz de
asomarse a los más espléndidos
y exóticos paisajes de la locura,
que esté libre de ataduras y
paradigmas que limiten su expansión,
pero que sea siempre
capaz de mantener un polo a tierra,
un sólido pilar de contacto
con esa materia cotidiana que
creemos conocer, y que hemos
dado en llamar la realidad.
Para terminar, quiero leer un hermoso
soneto de sor Juana Inés
de la Cruz, una monja humanista
que vivió en México entre
1651 y 1695, y que de alguna
manera puede servir de colofón
o postludio a las ideas de la vida,
el humanismo, la enfermedad y
la muerte sobre las cuales hemos
estado cogitando a lo largo
de estas líneas, y que dice así:
Rosa divina que en gentil cultura
eres con tu fragante sutileza
magisterio purpúreo en la belleza,
enseñanza nevada a la hermosura,
amago de la humana arquitectura,
ejemplo de la vana gentileza
en cuyo ser unió naturaleza la
cuna alegre y triste sepultura:
¡cuán altiva en tu pompa, presumida,
soberbia, el riesgo de morir
desdeñas; y luego, desmayada
y encogida,
de tu caduco ser das mustias señas!
¡Con que, con docta muerte
y necia vida, viviendo engañas y
muriendo enseñas!