OCTAVIO MARTÍNEZ BOGOTÁ, D C.
Dr. Octavio Martínez Betancur: Profesor Asociado. Unidad de Hematología. Facultad de Medicina, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. D.C.
Correspondencia: Dr. Octavio Martínez Betancur, Facultad de Medicina, Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, D.C.
Recibido: 25/07/03. Aceptado: 05/05/04.
Según la teoría econométrica del desarrollo, los seres humanos no tenemos necesidades sino sólo propensiones por consumir, inclinaciones creadas por el mercado que originan sus demandas. En relación con los bienes que poseemos, demandamos preferencias individuales (1).
Por el contrario, la teoría de desarrollo a escala humana habla de la optimización de dos satisfactores básicos para acrecentar el capital humano y poder acceder a recursos sociales primordiales: salud y autonomía. Este enfoque del desarrollo humano se concibe como el proceso que potencia a las personas a ampliar sus capacidades y oportunidades de participar en las decisiones que afectan sus vidas (2, 3).
El objetivo de este trabajo es debatir entre estas dos posturas antitéticas del desarrollo, la econométrica y la por así llamarla la humana, el concepto salud, visto como un conjunto de condiciones políticas, sociales, económicas y culturales encaminadas a permitir el adecuado y libre desarrollo de las potencialidades humanas. No se debaten, aunque necesariamente incluidas en el concepto salud, las condiciones medioambientales y demográficas.
La renta per capita fue durante mucho tiempo el principal y más importante indicador del nivel de desarrollo. A su vez, los cambios en la renta per capita se constituyeron tradicionalmente en el indicador más importante de progreso en materia de desarrollo. El destronamiento del producto interno bruto (PIB) per capita lo realizó el índice de desarrollo humano (IDH), incluido en el Informe de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano, publicado por primera vez en 1990 y convertido inmediatamente en un indicador alternativo de desarrollo ampliamente aceptado. Es importante reconocer que el IDH y el PIB per cápita no pretenden medir la misma cosa. El PIB per cápita es un indicador del bienestar económico personal, mientras que el IDH busca medir el nivel de capacidades humanas. No es lo mismo bienestar que capacidad. El IDH pretende medir capacidades, el conjunto de opciones de que dispone una persona como potencialidades de desarrollo y, en última instancia, las libertades de que goza, mientras que el PIB percápita pretende medir el disfrute subjetivo que se obtiene del consumo (4, 5).
El IDH combina la esperanza de vida al nacer, la tasa de alfabetización adulta y los ingresos suficientes para un nivel decente de vida (utilizando como mínimo de referencia la media oficial del "umbral de pobreza" de nueve naciones occidentales con el fin de evaluar un nivel de vida "deseable y aceptable"). El IDH permite medir los avances en tres de las dimensiones básicas del bienestar humano: vivir una larga vida, poseer conocimientos y disfrutar de un nivel de vida digno. La longevidad y los conocimientos se refieren a la formación de capacidades humanas, y el ingreso es una medida de la utilización de dichas capacidades, no como indicador de bienestar personal, sino como elemento potenciador de las capacidades (4-8).
La jerarquización de los países según el valor del IDH permitió establecer que, aun cuando existe una correlación entre crecimiento económico (medido por el PIB per cápita) y desarrollo (medido por el IDH), esa correspondencia no es automática y tiene excepciones. En efecto, no siempre el país más rico en términos de PIB per cápita exhibe un IDH más alto. Los países mejor clasificados en términos de IDH que de ingreso per cápita, son los que han utilizado más eficientemente sus ingresos para mejorar las condiciones de vida de sus pueblos. El IDH, expresado en porcentaje, indica el grado de avance que un país ha logrado respecto al valor máximo posible de 100%. Para el año 1999, el IDH más alto correspondió a Canadá, con un valor de 0.932, mientras el más bajo correspondió a Sierra Leona, con 0.254. El de Colombia fue 0.768, es decir, mientras Canadá tiene una insuficiencia de desarrollo de apenas 7% respecto al máximo posible, en nuestro país se presenta una insuficiencia de 23.3% (5).
El concepto de desarrollo humano ha obligado a reconceptualizar la noción de pobreza. El predominio del enfoque utilitarista en la concepción del bienestar redujo los elementos definitorios de la pobreza fundamentalmente a la renta o al ingreso. Era inevitable formular un umbral de pobreza a efectos no sólo de medición sino de precisión. Desde este enfoque convencional el umbral se torna una frontera excluyente, donde no hay matices de pobreza (salvo las diferencias entre extrema pobreza o indigencia y pobreza moderada), de tal manera que la pobreza es o no es. La línea de pobreza que hoy sirve de base en nuestro país es heredera directa de esta conceptualización: el Banco Mundial establece que son pobres quienes ganan menos de un dólar diariamente (5, 9).
La visión de bienestar centrada en el desarrollo de las capacidades humanas reformula el concepto de pobreza, planteándola como la carencia de las capacidades en las personas o el fracaso en conseguir esas capacidades a niveles mínimamente aceptables. La referencia de la pobreza ya no es el ingreso o la renta. Ahora el concepto de pobreza parte de una consideración absoluta en términos de capacidades de las personas. Es decir, se formulan los límites dentro de los cuales un individuo no puede desarrollarse como persona. Dicho de otra manera, el límite es el momento en que las personas dejan de estar mal y pueden empezar a estar bien. En definitiva, el concepto de pobreza establece cuándo una persona tiene o no la oportunidad de desarrollar su potencial como persona. Consiste en definir los funcionamientos y capacidades mínimas para que cada persona ponga en marcha su particular e indelegable búsqueda de la forma de vida que le satisfaga. Central a esta consideración de la pobreza y el bienestar es que ya no son dos conceptos diferentes. Ahora para ambos (pobreza y bienestar) la referencia es la misma: poder ser. Cuando una persona puede ser persona, está en la senda del bienestar; cuando esa persona no cuenta con las capacidades para ser persona, está en la senda de la pobreza (3, 9, 10).
El índice de pobreza humana (IPH) elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, está compuesto por las siguientes variables:
1. El porcentaje de población susceptible de no llegar a los 40 años.
2. El índice de analfabetismo adulto.
3. Una variable compuesta de tres indicadores: los porcentajes de población sin acceso a agua potable, sin acceso a servicios de salud, y de niños menores de cinco años con peso insuficiente.
La diferencia entre el IDH y el IPH es que este último le da más importancia a los aspectos sociales que al nivel de ingreso como determinante de la pobreza. La razón es que la pobreza tiene como característica importante no tanto la falta de dinero sino la negación de oportunidades y opciones básicas para el desarrollo humano. En este contexto, en los países en desarrollo es muchas veces más importante el aprovisionamiento público que el ingreso privado. Por otra parte, cuando el IPH se calcula para diferentes regiones de un mismo país o diferentes grupos de una sociedad se pueden apreciar disparidades o desequilibrios que deben llamar la atención colectiva (5).
La coherencia del concepto de progreso social depende de la convicción de que algunas formas de organización social son más idóneas que otras en lo que atañe a la satisfacción de necesidades humanas (11). El mito del desarrollo ha querido reproducir en los países pobres el camino del progreso material y de los altos niveles de vida de los países industrializados, de tal manera que los países pobres atrasados tecnológicamente, tratan de replicar los patrones de consumo global. La alternativa a esta postura parte de contraponer a la racionalidad económica otra racionalidad cuyo eje central no sea ni la acumulación indiscriminada de capital ni el mejoramiento de indicadores económicos convencionales que poco dicen del bienestar humano, sino una racionalidad orientada al mejoramiento de la calidad de vida de la población. La propuesta es contraponerle a la ética económica la ética del bienestar, al fetichismo de las cifras enfrentarle el desarrollo de las personas, y al manejo vertical por parte del Estado oponerle la gestación de voluntades sociales que aspiran a la participación, a la autonomía y a una utilización más equitativa de los recursos disponibles (2).
Surgen preguntas (2):
1. ¿Qué determina la calidad de vida de las personas?
Dependerá de las posibilidades que tengan las personas de satisfacer sus necesidades básicas fundamentales.
2. ¿Cuáles son esas necesidades humanas fundamentales? Importante para esta propuesta, diferenciar entre necesidades y satisfactores. Somos personas de necesidades múltiples que dependemos unos de otros para satisfacerlas. Son dos los criterios posibles de desagregación:
a) Categorías existenciales: necesidad de ser, tener, hacer, estar.
b) Categorías axiológicas: Necesidad de subsistencia, protección, afecto, entendimiento, participación, ocio, creación, identidad, libertad.
Dichas categorías interrelacionan en una matriz cruzada que genera productos sociales valiosos (2). Por ejemplo:
Alimentación y abrigo no deben considerarse necesidades, sino satisfactores de la necesidad básica de subsistencia.
Educación, investigación, estimulación precoz son satisfactores de la necesidad básica de entendimiento.
Sistemas curativos, prevención y los esquemas de salud, son satisfactores de la necesidad básica de protección.
No hay correspondencia biunívoca entre necesidad y satisfactor. Un satisfactor puede contribuir simultáneamente a la satisfacción de diversas necesidades o a la inversa, una necesidad puede requerir de diversos satisfactores para ser satisfecha. Ni siquiera son fijas sus relaciones, sino que pueden variar según tiempo, lugar y circunstancias.
La elección de satisfactores define una cultura. Las necesidades humanas fundamentales de alguien quien pertenece a una sociedad consumista son las mismas de aquel que pertenece a una sociedad ascética. Lo que cambia es la elección de la cantidad y calidad de los satisfactores y/o la posibilidad de tener acceso a los satisfactores requeridos.
Lo culturalmente determinado no son las necesidades humanas fundamentales sino los satisfactores de esas necesidades. El cambio cultural es consecuencia de abandonar satisfactores tradicionales para reemplazarlos por otros nuevos y diferentes (2).
Cualquier necesidad que no se satisfaga adecuadamente revela una pobreza humana específica. Por eso hay que hablar de pobrezas en plural (2):
Pobreza de subsistencia dada por alimentación y abrigo insuficientes.
Pobreza de protección debida a sistemas de salud insuficientes y violencia.
Pobreza de afectos debida a autoritarismo, opresión, relaciones de explotación.
Pobreza de entendimiento, debida a deficiente calidad de educación.
Pobreza de participación por marginación y discriminación.
Pobreza de identidad, debida a imposición de valores extraños a culturas locales y regionales, emigración forzosa y exilio.
Pero las pobrezas no son sólo pobrezas. También generan patologías sociales o patologías colectivas de la frustración, la desesperanza y el miedo. Se deteriora la confianza respecto al país, el Estado y el futuro de cada persona y el pesimismo colectivo acompañado de escepticismo generalizado dificultan construir alternativas que superen las crisis (2).
El objetivo de un plan de desarrollo centrado en la humanización es propender por generar el mayor número de satisfactores sinérgicos autóctonos, lo que implica romper con modelos imitativos de consumo impuestos por la globalización y conjurar la dependencia cultural haciendo más eficiente la generación de recursos. Implica un cambio de la racionalidad dominante de corte econométrico: es cambiar el concepto de eficiencia como noción de maximización de la productividad y de utilidad (conversión de trabajo en capital) y cambiarse al concepto de maximizar la participación social con heterogeneidad cultural para generar el mayor número de satisfactores sinérgicos autóctonos. También implica pasar de una lógica de competitividad a una lógica de la cooperación en relaciones humanas horizontales y no piramidales jerarquizadas. Se estimula la propia identidad, la capacidad creativa, la autoconfianza y la demanda de mayores espacios de libertad. Esto se llama autodependencia local, y extensivamente, capital social.
Los multiplicadores por excelencia del capital social son la salud y la autodeterminación, pilares fundamentales para emprender la satisfacción de otras necesidades básicas universales. Son las dos condiciones previas de toda acción individual en cualquier cultura. Dos condiciones humanas relevantes que han de ser satisfechas antes de que las personas puedan alcanzar cualquier otro objetivo que crean valioso. Es la salud física, y no la mera supervivencia, la que se constituye en satisfactor básico de toda necesidad humana (12).
Para definir y medir la salud física hay que apartarse de la manida definición positiva de la Organización Mundial de la Salud y definirla y medirla negativamente como reducción al mínimo de la discapacidad, la enfermedad y la muerte prematura. A su vez, los factores que afectan los niveles de autonomía personal son el grado de comprensión que una persona tenga de sí misma, de su cultura y de lo que espera de ella como persona dentro de la misma; la capacidad psicológica que posee de formular opciones para sí misma y las oportunidades objetivas que le permitan actuar en consecuencia. Por tanto, se puede definir y medir negativamente la autonomía como reducción al mínimo de los desórdenes mentales, la privación de conocimientos y la limitación de facultades. En adelante si se quieren construir indicadores sociales válidos y fiables del bienestar humano, ha de incluirse el grado de eficiencia en la satisfacción de la salud física y la autonomía ( 13).
Los Estados han tenido que reformar sus políticas de salud ateniéndose a las imposiciones del Banco Mundial en dicha materia: 1 ) aumentar el número de usuarios que pagan su propio derecho al cuidado de la salud; 2) desarrollar mecanismos de seguridad en salud de carácter privado; 3) expandir la participación del sector privado en el cuidado de la salud, y 4) descentralizar los servicios de cuidado de salud gubernamentales. En suma, recortar presupuesto y privatizar servicios. Este programa de reformas de los servicios sanitarios en los países en desarrollo, publicado en 1987, de clara ortodoxia neoliberal, despertó severas críticas por la falta total de sensibilidad social y los conflictos políticos para adecuar las medidas exigidas. Por tal razón, en 1993 fueron suavizados los contenidos, aunque bajo la misma filosofía y, desde luego, los mismos objetivos: 1) ubicar la salud en el ámbito de lo privado, y 2) adecuar esta política a las prioridades de ajuste fiscal, disminuyendo y reestructurando el gasto social público, incluyendo el de la salud. Este enfoque abre el campo de la salud al mercado, pasa la salud de la categoría de derecho a la de mercancía y la desplaza del ámbito de lo social al de lo individual. Por otra parte, subordina la política de salud a la prioridad del ajuste fiscal y la reestructuración del gasto público (14-19).
La carga global de morbilidad, medida en años de vida ajustados por discapacidad (pérdida de vida saludable por discapacidad y muerte prematura), es el indicador que sirve de soporte científico y técnico a las propuestas del Banco Mundial como forma de evaluar los daños en salud. La reorganización del sector y la inversión en salud propuestas por el Banco Mundial están orientadas a disminuir la carga global de morbilidadal menor costo posible, promoviendo la competencia y diversidad de los servicios de salud. Según el Fondo, la inversión pública en salud debe limitarse a aquellas acciones de bajo costo que permitan "ganar" un mayor número de años de vida saludable, dirigidas sobre todo a la población pobre. Las dos estrategias propuestas para ello son: 1) introducción de las fuerzas del mercado en el ámbito sanitario, y 2) la "correcta" asignación de recursos públicos con criterios de eficiencia técnica e instrumental, por medio de intervenciones de alta efectividad y bajo costo (14).
En el nuevo orden mundial los principios de autonomía y no intervención de las naciones parecen anacrónicos, dada la desaparición de las fronteras comerciales, financieras, políticas y de comunicación que ha traído el proceso de globalización. Sin embargo, las variadas consecuencias que dicho proceso acarrea sobre un país, no conduelen a nadie más que a sus propios habitantes. Es imposible construir "salud social" mientras los ciudadanos jueguen el papel pasivo y paciente de meros usuarios o, en el peor de los casos, clientes del sistema sanitario. Es necesario que la conciencia de la gente pase de actuar y verse a sí misma como consumidores, a verse y actuar como personas que ejercitan, gozan y desarrollan sus capacidades. Es necesario construir una democracia participativa en la que la prioridad y la optimización de los satisfactores de las necesidades básicas sean los que realmente la comunidad sienta, y así reemplazar los satisfactores creados por una mentalidad consumista, respetando los deseos y necesidades colectivas. Diferentes estamentos sociales y culturales han de tener voz y voto acerca de qué satisfactores son más idóneos para sus necesidades y a cuáles ha de otorgárseles prioridad en caso de desavenencia o recursos limitados ( 12, 20-25).
La individualización de los problemas sanitarios y la llamada "responsabilidad individual" conllevan la falacia sanitaria de los estilos de vida saludables y enmascaran realidades sociales como las desigualdades en salud, las causas sociales del enfermar y su relación con factores políticos y económicos. Admitir la "culpa" individual de enfermar acarrea aceptar acríticamente una intervención sobre el individuo a base de prevención conductista y clínica curativa que evite la necesidad de intervenir sobre el ambiente económico y político, olvidando las causas sociales de la enfermedad. Debe marcarse el acento en la ética de la equidad en salud, de tal manera que la responsabilidad individual y colectiva representen verdaderos actos de libertad y solidaridad (24, 26).
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