Editorial
No se mueve la hoja
Not even a leaf moves...
Eugenio Matijasevic • Bogotá, D.C. (Colombia)
Dr. Eugenio Matijasevic: Editor General Acta Médica Colombiana. Bogotá, D.C. (Colombia). E-mail: eugenio.matijasevic@gmail.com
Recibido: 04/05/2018 Aceptado: 07/05/2018
El Siglo de Oro
En el capítulo III de la segunda parte de El Ingenioso Caballero Don Quijote de la Mancha, publicada en 1615, Cervantes nos participa "Del ridículo razonamiento que pasó entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco". Allí el caballero de la triste figura, dirigiéndose a su escudero, intercala un refrán que ha hecho carrera desde entonces (o, como se verá, desde mucho antes): "Encomendadlo a Dios, Sancho [...], que todo se hará bien, y quizá mejor de lo que vos pensáis, que no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios" (1).
Dos años antes de la publicación de la segunda parte de El Quijote y sin nombrar el árbol, Cervantes ya había mencionado el mismo refrán en Rinconete y Cortadillo, una de sus Novelas Ejemplares: "que no se mueve la hoja sin la voluntad de Dios" (2).
El empleo de este refrán en Castellano se extendió de manera incesante desde entonces y, quizás por su referencia explícita a la divinidad o por otros motivos que no me detendré a escudriñar, muchos usuarios de la lengua de Cervantes, incluso eruditos cervantistas, han llegado a creer y a afirmar que el refrán proviene directamente de las Sagradas Escrituras.
En la edición de El Quijote del Instituto Cervantes, dirigida por Francisco Rico, se afirma que el refrán en cuestión es una cita de Mateo 6: 25 (3), pero en el versículo citado no hay referencia alguna ni a hojas de árboles ni a la voluntad divina; allí el evangelista pone en boca de Jesús de Nazaret que no deberíamos preocuparnos por nuestra vida, ni preocuparnos por qué comeremos o vestiremos puesto que "¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?" (4).
En la edición crítica más difundida de las Novelas Ejemplares, el editor, Jorge García López, al comentar el refrán sin el árbol, asegura también que se trata de un "refrán y precepto bíblico", supuestamente una cita de "Mateo 10, 29" (5); pero tampoco en dicho versículo encontramos mención ni de hojas ni de árboles, aunque esta vez la cita, de carácter claramente determinista, sí se refiere a la voluntad divina: "¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre" (6).
Al lado de su referencia a la Biblia, García López menciona el Vocabulario de Refranes y Frases Proverbiales y otras Fórmulas Comunes de la Lengua Castellana de Gonzalo Correas, buscando refrendar con el aval de semejante autoridad en refranes su errónea afirmación sobre el origen bíblico del refrán de marras. Publicado en 1627, doce años después de la segunda parte de El Quijote, el Vocabulario de Correas contiene, en efecto, con árbol y todo, la frase "No se menea la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios" (7), pero no hay allí ninguna referencia a los evangelios o a que se trate de un enunciado bíblico.
En la Enciclopedia del Quijote (8) César Vidal menciona que el refrán, muy posiblemente, es una "resonancia" de Mateo 10: 20-30, pero en esos once versículos lo que se lee es, en los primeros nueve, una serie de premoniciones con respecto a las persecuciones a las que se verán sometidos en el futuro no muy lejano los seguidores de Jesús junto con la recomendación de que, a pesar de ello, no hay por qué tener temor a hablar (9); en el penúltimo nos reencontramos con el ya citado versículo de los pajaritos que valen un as y en el último el asunto "resuena", como afirma Vidal, con el refrán, pero sólo en la medida en que se aproxima al tema de la omnipotencia y de la omnisciencia divinas: "En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados" (10).
En la ya clásica Edición Crítica Anotada de Francisco Rodríguez Marín (11), ni siquiera se comenta el conocido refrán. Igual ocurre en la edición de Editorial Crítica (12), en la edición de Editorial Santillana (13) y en la Edición del Cuarto Centenario (14), todas a cargo del cervantista Francisco Rico.
Florencio Sevilla es el único de los editores y comentadores de El Quijote que al referirse al refrán no afirma que éste tenga origen bíblico... pero tampoco menciona la fuente del mismo. En su edición de El Quijote (15), Sevilla menciona que esta frase era un lugar común en la literatura de la época; y nos refiere a dos libros como ejemplos de que el refrán en cuestión era ya un "tópico de siempre" en tiempos de Cervantes. El primero de los libros que trae a ejemplo es el ya referido Vocabulario de Correas, con la ya citada frase "no se menea la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios", pero el ejemplo no es del todo válido para afirmar que el refrán fuese un lugar común en tiempos de Cervantes, puesto que, como ya había dicho, el Vocabulario se publicó en 1627, catorce años después de la publicación de las Novelas Ejemplares, doce años después de la publicación de la segunda parte de El Quijote y once años después de la muerte de Cervantes, dejando abierta la posibilidad de que Correas hubiera tomado el refrán de alguna de las obras del autor de El Quijote. El segundo ejemplo propuesto por Sevilla es el Jardín de Flores Curiosas de Antonio de Torquemada, este sí anterior a las menciones del refrán en la obra de Cervantes, pues fue publicado en 1570, 42 años antes de Rinconete y Cortadillo y 45 años antes de la segunda parte de El Quijote.
No se debe confundir a Antonio, cuya vida completa transcurrió en el siglo XVI, con otro Torquemada, Tomás, de infame memoria, cuyas empresas llenaron de pasmo a las buenas gentes del siglo XV: confesor de los Reyes Católicos, Inquisidor General de Castilla y Aragón, autor de un manual de inquisidores [Copilación de las Instruciónes del Offico de la Sancta Inquisición (16)], instigador (y redactor) del Edicto de la Alhambra mediante el que los Reyes Católicos expulsaron de España a 100.000 Judíos y quien hizo morir en las llamas en "las trece Inquisiciones de Sevilla, Córdova, Jaén, Toledo, Cadiz, Valladolid, Calahorra, Murcia, Cuenca, Zaragoza, Valencia, Barcelona y Mallorca [...] diez mil doscientas y veinte personas [...]" (17).
Cervantes conocía muy bien la obra de Antonio de Torquemada. En la primera parte de El Quijote, en el capítulo sexto, mientras Don Alonso Quijano duerme recuperándose de las heridas recibidas en el transcurso de su primera salida como Don Quijote de la Mancha, el cura y el barbero, sus amigos, discuten cuáles de los libros de la biblioteca de Don Alonso van a conservar y cuáles otros (aquellos que según su criterio hayan sido los causantes de su desvarío mental), terminarán en la hoguera que están preparando en el corral. Entre los volúmenes condenados al fuego se encuentra Don Olivante de Laura, un libro de caballerías de Don Antonio de Torquemada: "El autor de ese libro -dice el cura- fue el mesmo que compuso a Jardín de Flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante" (18). En Persiles y Segismunda Cervantes demuestra, sin citarlo, que conocía muy bien la obra de Torquemada, en especial el Jardín de Flores (19).
La mención del refrán en el Jardín de Flores Curiosas, tiene lugar en el Tratado Primero: "En el cual se contienen muchas cosas dignas de admiración que la naturaleza ha hecho y hace en los hombres fuera de la orden común y natural con que suele obrar en ellos, con otras curiosidades gustosas y apacibles". En dicho tratado, puesto a la tarea de definir qué es la naturaleza, Torquemada termina por equipararla con la voluntad divina: "Y, según esto, este nombre o vocablo naturaleza de que comúnmente usamos no sirve de más de representarnos la voluntad y mente de Dios, por la cual se hace todo lo criado y se deshace y resuelve a sus tiempos, y por esto se suele decir comúnmente que no se puede menear la hoja en el árbol sin la voluntad y consentimiento divino, de quien, como de fundamento y principio, emanan y dependen todas las criaturas racionales y irracionales, sin salir desto la más mínima dellas" (20). Sin embargo, aunque esta mención del refrán es quizá la primera mención escrita en castellano, al igual que en el Vocabulario de Correas, en las Flores de Torquemada no se dice nada acerca de su origen.
Después de pasar 5 años secuestrado en Argel, Cervantes conocía la cultura de la Berbería mucho mejor que la mayoría de sus coterráneos y contemporáneos (21), a tal grado que en 1581 el rey Felipe II le encomendó una misión de espionaje en Orán (22). Al interior de la ficción de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, Cervantes hace un homenaje velado a dicha cultura declarando como autor de su obra a un "historiador arábigo" de quien sólo confirma su nombre: Cide Hamete Benengeli (23). Es factible que Cervantes hubiera entresacado el refrán sobre las hojas del árbol y la voluntad divina de las Flores de Torquemada, obra que, como sabemos, conocía bien, pero otros eruditos en el tema consideran la posibilidad de que Cervantes lo haya tomado directa o indirectamente de El Corán (24). En efecto, en el Sura VI, llamado Al Anam (Los Rebaños), la aleya 59 reza: "Tiene las llaves de las cosas ocultas; Él sólo las conoce. Él sabe lo que hay en la tierra y en el fondo de los mares. No cae una hoja sin que Él tenga conocimiento de ello. No hay un solo grano en las tinieblas de la tierra, ni una brizna verde o seca, que no estén escritos en el Libro Evidente" (25). El Libro Evidente (Al Lûh Al Mahfûdh), llamado también Tabla Conservada, es "el libro de las sentencias eternas, en donde se haya consignado todo lo que ha sido, lo que es y lo que será". El Libro Evidente, es el libro en el que, desde el comienzo de los tiempos, está escrito todo cuanto ha de ocurrir en la creación hasta el fin de los tiempos. En un Hadiz transmitido por Abu Daud y por Al-Tirmidi el profeta Mahoma dice: "Verdaderamente la primera cosa que Alá creó fue el cálamo. Él [Alá] le dijo: 'Escribe'. Preguntó [el cálamo]: '¿Qué he de escribir?'. Respondió: 'Escribe lo que ha de pasar hasta el Día de la Resurrección'. Lo que ha alcanzado al ser humano no podía haberlo evitado y lo que no le ha sucedido no podía haberle ocurrido" (26). Este Hadiz es confirmado palabra por palabra en la aleya 22 del Sura LVII El Hierro: "No os sucede ninguna desgracia en la tierra ni a vosotros mismos sin que esté registrada en un libro antes de que la hayamos causado. Ello es fácil para Alá" (27).
Podemos imaginar a Cervantes tomando el refrán de El Corán o aprendiéndolo de algún lector del mismo durante su cautiverio en la Berbería. Pero, si recordamos que según Francisco Sevilla el refrán ya figuraba en el refranero (o, al menos, en las Flores de Torquemada), lo más probable es que para la época de Cervantes la frase ya hubiese hecho carrera en el habla cotidiana y que el autor de El Quijote la tomara, como tantos otros refranes de su obra admirable, del lenguaje que se hablaba en las calles de Alcalá de Henares, Madrid, Valladolid y Sevilla. A su vez, los coterráneos de Cervantes la podrían haber incluido en su refranero tomándola de El Corán desde la época en que en la península ibérica hispanos, moros, mozárabes, mudéjares, muladíes, moriscos, sefardíes y conversos se mezclaban en las ciudades y campos de lo que ahora es España (28).
Sin embargo, entre 1726 y 1739, más de un siglo después de la publicación de Rinconete y Cortadillo y de la segunda parte de El Quijote, la Real Academia de la Lengua publicó su primer diccionario: Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua. Llamado Diccionario de Autoridades porque cada voz incluida va acompañada de un ejemplo de su uso entresacado de la obra de un autor (autoridad) de renombre (29), allí, la entrada de hoja asegura que el refrán en cuestión, que el Diccionario de Autoridades cita como "No se mueve la hoja sin voluntad del Señor", ha sido "tomado del proverbio de la Sagrada Escritura, para dar a entender, que nada se hace sin la voluntad de Dios; pero se ha apropriado a lo humano, para explicar que ordinariamente no se hacen las cosas sin fin particular". Lo que no dice el Diccionario de Autoridades es en cuál Sagrada Escritura o en que parte de la misma. Es necesario suponer que la Sagrada Escritura a la que se refiere el Diccionario de Autoridades no es otra que la Biblia, puesto que en dicho Diccionario, en la entrada Escritura, es claro que el término Sagrada Escritura hace referencia solamente al contenido de la Biblia [allí se lee: "Escritura: (...) Por Antonomasia se entiende la Escritúra Sagrada, que por otro nombre se dice Biblia" (30)].
Al igual que tantas otras obras que pretenden que el origen del refrán se encuentra en la Biblia, el Diccionario de Autoridades, sin mencionar en cuál de sus libros, va incluso más allá y cita una frase en latín que, supuestamente, corresponde a la mención original del refrán en la Biblia: Quilibet in cunctis cautus sibi consulit actis, Quae folia inde cadunt numine flante cadunt (31). Es necesario enfatizar que al mencionar y explicar el proverbio en el que las hojas de los árboles no se mueven sin la voluntad divina el Diccionario de Autoridades no toma como autoridad a Cervantes (ni tampoco a Gonzalo Correas ni a Antonio Torquemada), sino que aduce como autoridad a un supuesto autor de la Sagrada Escritura al que no nombra y del que cita una frase en latín. Debo a la diligencia de Alberto Yagos, profesor de Lenguas Clásicas en el IES Bertran de Barcelona, la desconcertante noticia de que la frase citada por el Diccionario de Autoridades no se encuentra en La Vulgata (32), la Biblia Latina por antonomasia, y debo, además, a su dominio del Latín una traducción de la frase en cuestión que, manteniéndose fiel al original Latino, fluye de manera natural en nuestro idioma: "El hombre actúa con prudencia siempre, porque no hay hoja que caiga que no lo haga movida por un espíritu divino".
Los Padres
La similitud semántica entre las dos frases que cita el Diccionario de Autoridades, la castellana y la latina, es evidente, pero la frase latina no está en la Biblia y tampoco hay en la Biblia, ni en Latín ni en Español, frase alguna que combine los conceptos de hoja y voluntad y divinidad en el sentido en que Torquemada, Cervantes y Correas hicieran célebre en castellano o en el sentido en que, como dice Florencio Sevilla, era un lugar común en época de estos tres autores. De todas maneras, la mención de la frase latina en el Diccionario de Autoridades muestra que existe una frase en latín que relaciona la caída de las hojas de los árboles con la acción de una divinidad y deja abierta la posibilidad de que en latín fuese anterior a estos autores y que, a pesar de la definición de Sagrada Escritura en el Diccionario de Autoridades, no se encuentre en la Biblia sino en otra "Sagrada Escritura", a saber alguno de los padres de la iglesia.
Siguiendo esta dirección la búsqueda es más fructífera: mucho antes del Diccionario de Autoridades y del Vocabulario de Correas y de Rinconete y Cortadillo y de El Quijote y de las Flores de Torquemada, incluso antes de la muerte del Profeta Mahoma en el 632 (fecha a partir de la cual sus seguidores comenzaron a reunir sus revelaciones en lo que pronto sería El Corán), Agustín de Hipona (354-430), Jerónimo de Estridón (340-420) y Tertuliano (ca. 160-ca. 220), traen en Latín la consabida frase que mencionan Correas, Cervantes y Torquemada (aunque no traen la cita latina del Diccionario de Autoridades, cuyo origen no he podido encontrar).
Agustín de Hipona alcanzó tal magisterio desde los siglos iniciales de la Iglesia Católica que ha recibido el título de Doctor Gratiae (el Doctor de la Gracia, es decir, el que enseña la gracia) (33). Escribió ensayos autobiográficos [tan minuciosos que "de pocos personajes de la antigüedad tenemos información comparable a la contenida en sus Confesiones que relatan la conmovedora historia de su alma, o en sus Retractaciones que refieren la historia de su mente" (34)], ensayos de filosofía neoplatónica, controversias con heréticos, exégesis de las sagradas escrituras y apólogos como La Ciudad de Dios. Como si no fuese suficiente, escribió un tratado Sobre la Música, a medio camino entre la exposición técnica, el ensayo filosófico y el comentario moral. En los primeros cinco libros de su tratado Agustín demuestra ser un "perito en cuestiones centrales del arte musical, como el ritmo, los sonidos, el movimiento, el pie, el metro, el verso, la proporción, el silencio, etc., de las cuales hace alarde de un profundo conocimiento"; pero en el sexto y último libro de Sobre la Música, deja a un lado el sentido habitual en el que entendemos la música y se lanza con osadía sobre su "sentido metafísico y, por supuesto, religioso, teológico y místico, netamente cristiano, pero de inconfundible herencia y resonancias pitagórico-platónicas y neoplatónicas", en una elucubración que, bajo su pluma, "culmina en Dios, origen y sede de los números, las armonías eternas y las virtudes cardinales" (35). Es precisamente en este sexto libro en el que, refiriéndose a "la ley misma de Dios" (legem ipsam Dei), afirma que sin su mediación "no cae la hoja del árbol" y por su mediación "están contados nuestros cabellos" (sine qua folium de arbore non cadit, et cui nostri capilli numerati sunt) (36).
Por la misma época que Agustín, Jerónimo de Estridón, otro prolífico escritor de ensayos históricos, exégesis bíblicas, controversias teológicas y traducciones (entre otras tareas llevó a cabo la traducción de la Biblia directamente del Hebreo y del Arameo al Latín, la misma que conocemos hoy como La Vulgata), hizo, entre otras tantas, la semblanza hagiográfica (más mitológica que histórica) de Pablo de Tebas, el primero de los santos eremitas (37). La narración de Jerónimo vale la pena: Antonio Abad "nonagenario (como él decía con gusto), viviendo en otro desierto, concibió en su mente la idea de que era el único monje perfectamente solitario que habitaba en el yermo. Pero una noche, mientras estaba descansando, le fue revelado que más adentro en el desierto, había otro, mucho más perfecto, al cual debía ir a visitar". En su viaje por el desierto fue guiado sucesivamente por un hipocentauro, por un fauno y por una loba (la vida de Antonio Abad habría de estar en adelante asociada siempre a animales fantásticos; baste recordar su denodada lucha contra todo tipo de tentaciones, representadas una otra vez en la iconografía occidental, desde El Bosco hasta Dalí, por animales sobrenaturales).
Finalmente, Antonio encontró a Pablo de Tebas, a la sazón de 113 años, quien llevaba viviendo solitario en el desierto casi un siglo (había llegado allí a los 16 años huyendo de las persecuciones de Decio y Valeriano). Departieron un par de días mientras un cuervo los alimentaba trayéndoles pan. Finalmente Pablo dijo que, puesto que estaba próximo a morir, quería ser sepultado con la capa que Atanasio de Alejandría le había regalado a Antonio. Este deshizo y rehizo el difícil viaje por el desierto y, al regresar con la capa, encontró a Pablo muerto. Aparecieron entonces dos leones del desierto que con sus garras cavaron la tumba para Pablo y luego, como pidiendo la merecida recompensa por su labor, se acercaron a Antonio quien, comprendiendo al instante lo que querían, les dio su bendición diciendo: "Señor, sin cuyo consentimiento no cae ni una hoja de un árbol ni un pichón a tierra: ¡da a estos animales lo que veas que les conviene!" (38) [Domine, sine cuius nutu nec folium arboris defluit, nec unus passerum ad terram cadit, da illis sicut tu scis (39)].
Pero no son estas las referencias latinas más antiguas al consabido refrán. Antes que Agustín de Hipona y que Jerónimo de Estridón, otro de los padres de la Iglesia cita la misma frase no en una sino en dos ocasiones. Se trata de Tertuliano de Cartago, uno de los pocos Padres de la Iglesia que no se encuentra en el santoral debido a que en la penúltima etapa de su vida adhirió a la secta de los Montanistas, fundada por el profeta Montano y por las profetisas Maximila y Priscila (40), a quienes después abandonó para fundar su propia secta, los Tertulianistas, cuyos últimos miembros serían readmitidos siglo y medio más tarde al seno de la Iglesia Católica por Agustín de Hipona (41). En Ad Uxorem (A la Esposa), escrito entre 200 y 206 EC (de la era común), le aconseja a su mujer que, en caso de enviudar, no se vuelva a casar; y en De exhortatione castitatis (Exhortación a la castidad), escrito entre 208 y 211 EC, dedicada a un amigo que recién había enviudado, lo insta a que no se case de nuevo (42). En ambas obras utiliza la consabida frase; en la primera para referirse a que nadie es sacado de este mundo si no es por la voluntad divina pues ni siquiera una hoja cae del árbol sin la voluntad de Dios (43) [neminem non ex Dei voluntate de saeculo duci, si ne folium quidem ex arbore sine Dei voluntate dilabitur (44)]; y en la segunda para afirmar que no volver a casarse después de la disolución del matrimonio por la muerte es la máxima expresión de la virtud de la moderación, porque la moderación es no lamentarse de algo que ha sido arrebatado y, en este caso, arrebatado por el Señor Dios, sin cuya voluntad ni una hoja cae de un árbol, ni un gorrión de un centavo cae a tierra (42) [Modestia est enim ablatum non desiderare, et ablatum a domino deo, sine cuius voluntate nec folium de arbore delabitur nec passer assis unius ad terram cadit (45)].
En síntesis, el refrán sobre la hoja inmóvil en el árbol a menos que la moviese la voluntad de un ser supremo, no sólo era un lugar común en Castellano en la España de Cervantes, como afirma Florencio Sevilla, era también un lugar común en Latín para los Padres de la Iglesia. A lo mejor también era un lugar común entre los griegos. Tertuliano, el más antiguo entre los mencionados Padres, conocía el griego tan bien como el latín y escribió muchas de sus obras en griego, aunque ninguna de estas últimas ha llegado hasta nosotros (40). Es posible que haya tomado el refrán de alguna fuente griega o, a lo mejor, lo haya inventado él mismo, con base en fuentes griegas, a lo largo de su proceso educativo.
El árbol sagrado
El caso es que en Dodona (Δωδώνη: Dodone), junto al monte Tomaros, en donde nace el río Aqueronte, una de los cinco ríos del inframundo, el mismo que cruzaremos en nuestro camino final al Hades si Caronte nos admite en su barca previo pago de una moneda (46), los griegos veneraron un roble cuyas hojas expresaban mediante su susurro la voluntad de Zeus. La primera referencia a Dodona en la literatura se encuentra en La Iliada (47): antes de permitir a Patroclo que entre en combate disfrazado con sus armas para que los Troyanos crean que ha vuelto al campo de batalla el rey de los Mirmidones, Aquiles eleva una oración al padre de los dioses en la que lo invoca llamándolo Zeus Dodoneo (48). En La Odisea el propio Ulises, ya de regreso en Itaca pero aún a escondidas, relata en dos ocasiones cómo fue a Dodona para "aprender del gran roble la voluntad de Zeus" (49) y saber cómo debería regresar a su patria, si abiertamente o si secretamente, como finalmente llegó, disfrazado de mendigo. La expresión βουλὴ (boulé), con diversas desinencias, se refiere siempre a la voluntad, a la determinación, especialmente de los dioses (50). Διὸς βουλὴν (dios boulén: la voluntad de Zeus) es la expresión exacta que utiliza Homero (o quien quiera que haya sido quien recopiló y sentó por escrito La Odisea) para referirse a lo que quería conocer Odiseo a partir del murmullo que las hojas del roble sagrado de Dodona producían al moverse, pero movidas "no por el viento, sino por el propio Zeus, que estaba inmanente en el tronco del roble" (51). Aunque el salto es abrupto (al menos de 8 siglos) existe una conexión directa entre la expresión en griego en la que un dios expresa su voluntad moviendo las hojas de un árbol sagrado y la expresión latina de Tertuliano en la que sólo mediante la voluntad de Dios cae una hoja del árbol. Queda por tarea recorrer los meandros a partir de los cuales la segunda frase se deriva de la primera.
El culto a Zeus en Dodona se remonta por lo menos 2000 años antes de la era común y era el más antiguo oráculo de Grecia, incluso más antiguo que el oráculo de Delfos (en donde Apolo, el dios con el don de la profecía, hablaba por boca de la Pitia); no había allí magos ni profetas, había augures, hombres y mujeres, que interpretaban la voluntad del padre de los dioses a partir del susurro de la hojas del árbol sagrado, aunque también podía suceder que lo hicieran a partir del crujido de sus ramas, del arrullo de las palomas que tenían en él su nido, del murmullo de la fuente que brotaba al pié de su raíces (47) o del sonido generado por el consultante al golpear ligeramente con los dedos alguno de los calderos de bronce que rodeaban el santuario, dispuestos de tal manera que la resonancia del caldero tocado inicialmente hacía vibrar los calderos vecinos con un sonido que se replicaba en reverberaciones sucesivas que, según la leyenda, duraban todo un día (52).
Por lo general, el consultante inscribía en una pequeña lámina de plomo su pregunta para el dios y, luego, la persona a cargo de los augurios, hombre o mujer según la época, leía la pregunta y consultaba al dios quien expresaba la respuesta en el susurro producido por el movimiento de las hojas del roble (53). En ocasiones la respuesta era directa, un sí o un no rotundos, pero, como ocurre con frecuencia con el lenguaje oracular, por lo general la respuesta era ambigua, con múltiples sentidos susceptibles de recibir interpretaciones diversas; aunque para quien había formulado la pregunta la respuesta podía ser tan iluminadora como lo fue para Odiseo, quien aceptó regresar a su tierra patria bajo un disfraz, tal como lo había ordenado el dios (él había acudido al oráculo para saber la voluntad de Zeus), o como lo había querido Odiseo quien, pensando con el deseo, interpretó en la respuesta del augur la solución al dilema que mejor se acomodaba a sus intenciones más profundas.
Sólo 32 de las 4216 laminillas de plomo encontradas hasta el momento por los arqueólogos en Dodona tienen que ver con asuntos públicos ("los habitantes de Dodona le preguntan a Zeus si es por causa de la impureza de algún hombre que el dios está causando la tormenta", por ejemplo); pero la mayoría corresponde a inquietudes diversas sobre la vida privada ("¿debo casarme con...?", "¿tendré éxito en mi viaje a...?", "¿me conviene hacer el negocio con...?") (54). Sólo unas cuantas de estas últimas contienen preguntas sobre la salud del consultante o de la de alguno de sus seres queridos y, en todo caso, el enfoque de la pregunta es siempre más religioso que médico: no se pide consejo sobre el tratamiento específico de un quebranto de salud sino sobre el tipo de sacrificio o de invocación o de ritual más favorable para garantizar la salud o el favor de un dios que podría afectarla. "Euklis ha venido a consultar al oráculo con respecto a la salud y bienestar suyos y de su familia y propiedades ¿a qué dios debería hacerle sacrificios y oraciones para que le fuese mejor?", es un buen ejemplo de lo antedicho (54).
El Asclepeión
Pero, aunque se podían hacer preguntas, como la anterior, sobre la salud del consultante, no se acudía al oráculo de Dodona (ni tampoco al de Delfos o a cualquiera otro de las decenas de oráculos diseminados en la geografía griega), a recibir instrucciones sobre como recuperar la salud; las instituciones de la Grecia clásica encargadas de ello eran otras, distintas a los oráculos. Para recuperar la salud o buscar su recuperación existían en la Grecia clásica al menos cuatro posibilidades (55): en primer lugar el enfermo podía acudir a cualquier templo dedicado al culto oficial de cualquier dios al que considerara el causante de su enfermedad a rogar el favor del dios, tratando de aplacar su ira sobrenatural con ruegos, oraciones, ofrendas, libaciones, purificaciones y sacrificios, siempre mediante la ayuda de un sacerdote a cambio de una ofrenda para el templo o unos honorarios; también podía acudir a un mago, quien mediante conjuros, encantamientos y amuletos (y algunos ritos derivados del culto oficial), buscaría invocar supuestas fuerzas ultraterrenas ajenas al numeroso panteón de divinidades griegas y casi siempre daimónicas con capacidad para contrarrestar los efectos de la enfermedad a cambio de ciertos honorarios previamente pactados; podía igualmente acudir a un curandero o sanador empírico, quien con su experiencia de años en el tratamiento de heridas, esguinces, luxaciones y traumatismos menores, mezclando algo de magia y algo de ruegos a los dioses, ayudaba a la recuperación de la salud mediante un pago menor; y, finalmente, podía acudir a un médico [: iatrós (56)], un profesional educado en el arte de curar y preservar la salud, perteneciente, por lo general, a una familia de médicos que había conservado a lo largo de siglos la tradición de que los hijos heredasen la profesión de sus padres y fuesen educados de manera sistemática por estos, dando origen a verdaderas "escuelas" médicas como la de Cnido o la de Crotona.
Estas cuatro maneras de buscar alivio en la enfermedad aunque, en apariencia, tenían diferencias muy claras entre sí, no dejaban de tener algunas semejanzas. En las tres primeras maneras de buscar alivio en la enfermedad, al buscar la ayuda del sacerdote, del mago o del curandero, se aceptaba que el origen de la enfermedad era sobrenatural, aunque en el caso del curandero, dependiendo de la enfermedad, se aceptaba a veces como causa el efecto de un proceso natural, originario de este mundo. En la primera, se aceptaba al elegir la ayuda del sacerdote que la enfermedad había sido desencadenada por la furia de un dios vindicativo, pero se aceptaba además que dicha furia tenía como causa una acción u omisión por parte del propio enfermo, de orden religioso o moral, que tenía que ser limpiada mediante el rito antes de conseguir la curación. En la cuarta, al buscar la ayuda del médico, se aceptaba que el origen de la afección era, casi siempre, terrenal y que el tratamiento, también y por lo general, era un tratamiento de este mundo; aunque a veces, con ocasión de procesos patológicos crónicos o incurables o, por decir lo menos, asombrosos, se aceptaba el origen sobrenatural del proceso y se solicitaba el concurso de los dioses para su curación. Sin embargo, es necesario resaltar que no existió nunca en la antigüedad incompatibilidad alguna entre los médicos profesionales y los sacerdotes de cultos religiosos dedicados a la búsqueda de la salud. De hecho, en numerosas ciudades de la época existe evidencia arqueológica y documental de que no se trataba solamente de una simple coexistencia pacífica sino de una interacción, por lo general, bastante positiva (57). Esto no quiere decir que en los templos se practicara una forma de medicina empírico-naturalista, pero debe insistirse en que, como consecuencia de la relación entre médicos y sacerdotes, los médicos respetaban a Asclepio entre las deidades sanadoras y muchas de las prácticas de salud al interior del templo eran eco de las prácticas de los profesionales médicos (58).
A partir del siglo VI antes de la era común y en los siglos siguientes, alcanzado su máximo desarrollo tres siglos más tarde, es evidente en todo el ámbito de la Grecia clásica una mayor interacción entre el proceso curativo realizado por médicos profesionales y el proceso curativo llevado a cabo mediante el culto religioso: el culto de Asclepio (59).
Hijo de Apolo, educado por el propio Apolo y por el centauro Quirón en las artes de restablecer la salud, Asclepio, el mismo Esculapio de los latinos, era un dios menor poseedor de algunas gotas de la sangre de la Medusa obtenidas del lado izquierdo de su cuerpo, capaces incluso de volver a la vida un cuerpo muerto y de oponerse a los efectos de la sangre de la Medusa obtenida del lado derecho de su cuerpo celosamente guardadas por Atenea para usarlas cuando deseaba destruir la vida o causar una guerra (60). Su culto tenía lugar en el Asclepeión (: Asklepieion), una suerte de templo de la salud en el que oficiaba un sacerdote de Asclepio en ocasiones con formación médica profesional. En toda la Grecia clásica hubo santuarios dedicados a Asclepio y el culto del dios de la salud llegó a ser parte del culto oficial (61).
La visita al templo de Asclepio, como todo ritual religioso, incluía un proceso inicial de purificación o catarsis mediante métodos diversos (dieta, baños, masajes, purgaciones, lectura de libros especiales, asistencia a obras de teatro, certámenes poéticos, carreras de atletismo y paseos) (62). Luego de la purificación el consultante debía realizar el rito de : [egcoimesis: dormir en el templo (63)] que consistía en pasar una noche en una sección del templo habitualmente vedada a los fieles excepto durante este rito, el ábaton [: ábaton -el lugar que no puede ser pisado, inaccesible (64)-]. Durante la egcoimesis el propio Asclepio visitaba al paciente en un sueño y, al día siguiente, el paciente debía relatar el sueño al médico-sacerdote, quien lo interpretaba y daba las recomendaciones que para la recuperación de la salud, física y emocional, Asclepio había transmitido mediante el lenguaje y la imaginería oníricos (60). En Latín tardío la egcoimesis recibiría el nombre de incubatio para referirse a la práctica medieval de pernoctar en un templo cristiano con el fin de recibir en un sueño la ayuda de un santo (65). El más famoso y visitado de todos los Asclepeiones fue, sin lugar a dudas, el de Epidauro, pero hubo también famosos Asclepeiones en Gortina, Alifeira, Feneos, Mesene, Corinto, Atenas, Paros, Delos, Orcómeno... (66) y, cómo no, en la isla de Cos. En ella se encontraba no sólo un célebre Asclepeión, regentado por la familia de los Asclepiades [que regentaba también el famoso Asclepeión de Cnido y se decía descendiente directa de los hijos de Asclepio, Macaón y Podalirio, quienes participaron en la guerra de Troya (67)], también se encontraba en Cos una no menos famosa escuela de medicina, pero la datación de los vestigios arqueológicos descubiertos hasta el día de hoy no permite demostrar la simultaneidad entre el Asclepeión y la escuela (68).
A pesar de la aparente similitud entre la curación mediante el culto religioso y la curación en el Asclepeión, se daban varias diferencias fundamentales entre uno y otro procesos: en primer lugar, Asclepio no era considerado por los griegos un dios causante de enfermedades, se le consideraba un sanador divino, un dios bondadoso que aconsejaba tratamientos a aquellos sufrientes que le solicitaban ayuda, así que no se iba al templo de Asclepio a aplacar su ira sino a solicitarle auxilio (60). En segundo lugar, el enfermo que acudía al templo de Asclepio, iba en busca de una respuesta, pero, a diferencia de las crípticas respuestas obtenidas en santuarios oraculares, la respuesta en el Asclepeión era bastante concreta e incluía una serie de instrucciones (prescripción de una dieta, prescripción de un régimen de ejercicio, recomendación de un cambio de ambiente) y con frecuencia una serie de prácticas [masajes, cauterizaciones, incisiones, drenajes, sangrías, tratamientos con fármacos -: farmacón: "medio para producir algo" y, en consecuencia, a la vez remedio o veneno- (69)]. En tercer lugar el culto curativo en el templo religioso estaba dirigido por sacerdotes sin entrenamiento médico alguno, mientras que en el Asclepeión con frecuencia estaba dirigido por sacerdotes de Asclepio formados como médicos en la escuela de una familia con abolengo médico que se extendía hasta el más remoto pasado.
Por otra parte, hacia la misma época en la que comenzaron a florecer los Asclepeiones, los profesionales médicos, formados sobre todo en las escuelas médicas de Jonia y de la Magna Grecia, comenzaron a tener una posición cada vez más prominente en la sociedad, reflejada en el surgimiento, como institución, de la medicina pública y de los médicos itinerantes (60). Estos últimos, llamados [periodeutés: viajero (70)] circulaban por toda Grecia, bien fuera con motivo de estudio o de su práctica, ofreciendo los servicios profesionales a quienes pudieran pagarlos, al tiempo que en diversas ciudades se establecieron concursos periódicos para ocupar el cargo de médico público, cuyo sueldo básico estaba destinado a que, abandonando el nomadismo, los médicos se establecieran y ejercieran la profesión en la ciudad, mientras se les permitía el cobro de honorarios acordados al iniciar el tratamiento (71).
No es posible establecer de manera precisa cómo se desarrollaron los eventos, pero el caso es que en las últimas décadas del siglo V antes de la era común se da un cambio crucial en la manera de ejercer la profesión médica en la Grecia clásica. Un grupo cada vez mayor de médicos que se habían formado en la Escuela de la isla de Cos y se describían a sí mismos como descendientes (al menos como discípulos, cuando no familiares) de Hipócrates de Cos, hicieron explícito el abandono completo de la magia y del culto religioso como métodos terapéuticos. Además, su práctica profesional estaba dirigida por un código profesional preciso cuyas cláusulas eran de obligatorio cumplimiento (72). A este grupo se adhirieron pronto otros médicos de otras escuelas y se crearon nuevas escuelas cuya educación y práctica médica se basaba en los mismos principios: la religión debe estar en manos de los sacerdotes, las prácticas mágicas son pura charlatanería y el armamentarium del médico no puede estar basado en suposiciones sobrenaturales.
De la existencia histórica de Hipócrates no es posible dudar, contemporáneos suyos, incluido el joven Platón, se refieren a su labor y a su pensamiento. Tampoco existe duda alguna sobre que no escribió todos los tratados que figuran como obra suya en el Corpus Hippocraticum; diferencias lingüísticas y de estilo e incluso contradicciones flagrantes de pensamiento así lo atestiguan (73). Lo que debe ser subrayado es que Hipócrates, o quien quiera que fuese quien escribió De Morbo Sacro ( : Peri hieres nousou: sobre la enfermedad sagrada) estableció una frontera muy precisa entre las explicaciones causales que acudían a lo sobrenatural y las que abogaban por el conocimiento empírico y, al mismo tiempo, entre los enfoques terapéuticos que acudían a lo sobrenatural y los que abogaban por el conocimiento empírico-naturalista: "Acerca de la enfermedad que llaman sagrada sucede lo siguiente. En nada me parece que sea algo más divino ni más sagrado que las otras, sino que tiene su naturaleza propia, como las demás enfermedades, y de ahí se origina. Pero su fundamento y causa natural lo consideraron los hombres como una cosa divina por su inexperiencia y su asombro, ya que en nada se asemeja a las demás". Esa inexperiencia y ese asombro ante las manifestaciones de la epilepsia, dice el autor, permitieron que "magos, purificadores, charlatanes y embaucadores" sacralizaron la enfermedad "para que no quedara en evidencia que no sabían nada" y lo hicieron de tal manera que, puesto que no le daban al paciente ningún tratamiento real ("no les dieron ningún medicamento para comer o beber ni los trataron con baños") no asumían ninguna responsabilidad "de modo que, si el enfermo llegara a curarse, de ellos sea la gloria y la destreza, y si se muere, quedara salvo su disculpa, conservando la excusa de que de nada son ellos responsables, sino sólo los dioses" (74).
El humanismo implícito en De Morbo Sacro, dice Benjamín Farrington, no es menos importante que su espíritu científico: "esta es la época que nos ha legado la imagen del médico Hipocrático empeñado tanto en la paciente investigación de la naturaleza como en el paciente servicio a la humanidad; el sanador de la mente y el cuerpo, con su evangelio de esperanza de que las enfermedades de los seres humanos no son castigos sobrenaturales, sino aflicciones naturales cuyo conocimiento oportuno es posible aliviar" (75).
Sin dejar de lado las creencias personales y respetando profundamente las creencias religiosas de los pacientes, la medicina contemporánea mantiene de una u otra manera continuidad histórica con ese legado Hipocrático: si bien es legítimo creer en la voluntad del dios expresada en el movimiento de las hojas de un árbol sagrado, es nuestro deber humanitario continuar indagando en la naturaleza en busca de la causa y el alivio al sufrimiento.
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